jueves, 3 de febrero de 2011

83ª Historia Asesina - “Bajo el andén”

Cuando me siento en la estación a esperar el tren (que es cuando consigo un asiento libre en la estación, lo cual en realidad no pasa muy seguido), me siento a leer algo que tenga a mano, siempre llevo algo, si no es un libro, es algún apunte de la facultad, porque siempre hay algo que estudiar.

Pero la mayoría de las veces me pongo cerca del borde del andén, para subir rápido al tren (y más cuando es hora pico, donde siempre es mejor subir antes que todo el montón que sube detrás tuyo y que queda todo apretujado contra la puerta que después de cinco o seis intentos, cierra). Cuando estoy cerca del borde del andén (pero atrás de la línea amarilla, como se advierte) miro las vías, veo los durmientes, veo las rocas, veo debajo del andén del frente esa parte oscura, ese hueco entre el piso y el piso del andén, donde a veces veo gatos (y mi papá cuando era chico me decía que había ratas y que los gatos las cazaban) y a veces sólo basura. Hueco que no está en todas las estaciones, pero en la estación en donde yo tomo el tren sí está.

Sin embargo, el momento en que estar frente al andén se convierte en una mezcla de miedo, incertidumbre y confusión, es cuando viene el tren. Mirando la vía, veo cómo el tren va tapando la vía, y las piedras y los durmientes y aplasta la basura que a veces está en la zona de vías. Me da miedo, porque estoy adelante y mucha gente está detrás mío que empieza a acumularse cerca de las puertas. Me da terror la idea de que alguien me empuje y que el tren me pase por encima. Me da más terror cuando mi tren no viene, pero viene el del frente y puedo ver todos los dispositivos que tienen las ruedas, algunas cajas que hacen chispas. Imagino que caer ahí debajo es una muerte segura, e imagino mi muerte ahí debajo, imagino la muerte de un yo que fue empujado, o peor, un yo que se arrojó voluntariamente.

Me da terror la idea de tirarme a mí mismo a las vías. Me aterra la idea de que alguien me tire, pero sería la voluntad de alguien más, la voluntad de otro que quiso que yo muriese debajo del ferrocarril. Pero me aterra aún más la idea de que la voluntad no sea ajena, que la voluntad sea mía, que el que desprecie la vida sea yo mismo, que yo desprecie mi propia vida.

De todas formas, soy un cobarde y hay que tener muchas agallas para querer asesinarse a uno mismo. Creo que hay que tener la sangre fría para matar a alguien más, o estar muy desquiciada, pero hay que tener menos que para matarse a uno mismo, porque en el primer caso, el que pierde la vida es un tercero. Pero cuando uno se mata a uno mismo, cuando se tira debajo de la vía, entonces hay que tener más agallas. Porque no es apoyar en la sien y tirar del gatillo y se acabo. Es esperar el tren adecuado, a la hora adecuada que uno crea que sea para hacerlo. Es luego escuchar la bocina a lo lejos, es escuchar el aviso de que llega la hora. Con el revólver no hay señal alguna, hay preparación, pero se carece de señal. En cambio con el tren, el tren te avisa, la señal de barrera de avisa, el pito del guarda te avisa, y tomás coraje y te tirás o cobardemente te quedás arriba del tren.

La chica esta no fue cobarde. Frente a mis ojos saltó en el momento preciso, con una precisión de clavadista olímpico diría yo. Y recreó todo lo que había imaginado, aunque enseguida saqué la vista porque no lo pude resistir. La chica se inmoló, se inmoló a sí misma, fue su propia asesina. Aunque en realidad no sé si fue así, no sé qué pasó después, porque no pude resistirlo, y me di media vuelta y no tomé el tren, no tomé nada, porque automáticamente además se suspendió todo.

Fue un espectáculo desagradable, pero de suma valentía. La gente en las boleterías insultaba al enterarse del hecho y de que llegarían tarde al trabajo, pero ellos eran cobardes porque no se les ocurriría siquiera la idea de suicidarse literalmente, quizás sólo figurativamente en alguna forma de expresión cotidiana. Pero muy pocos harían lo que la chica.

¿Y si sobrevivió? ¿Qué pasó? No todos los intentos de asesinatos son efectivamente llevados a cabo. Las diferencias de este tipo de asesinato con los demás es que el culpable es evidente y fácilmente encontrado, pero la otra es que el culpable no es culpable de nada. El suicidio es un cidio del sui, no del homi, y el que se penaliza es el mismo. No creo que sea posible culpar tanto a la víctima como el victimario.

Bajo el andén, se encuentra el crimen más valiente y perfecto de todos. El del sui.

viernes, 21 de enero de 2011

82ª Historia Asesina - “La máquina de coger”

Charles Bukowski fue un escritor estadounidense, considerado un símbolo del género literario conocido como “realismo sucio”. Sus relatos rozan la literatura erótica, aunque llamarlos así me parece una burda simplificación. Más bien, son oscuros y crudos y muestran la propia crudeza de la vida y de aspectos de ella que uno conoce y sabe que existen, pero que a veces no son tema de la “alta literatura”.

Los relatos de Bukowski en nuestro idioma nos llegan generalmente a través de traducciones de la editorial Anagrama, que sin quitarles el mérito, nos llegan a los rioplatenses con muchos modismos del español de españa. El cuento que publicaré a continuación, “The Fuck Machine” (traducido como “La máquina de follar” en las ediciones mencionadas), es una traducción propia desde el inglés a algo que podríamos considerar “rioplatense”. Es una traducción amateur y por lo tanto puede contener fallas. Están advertidos. Así los dejo con:

“La máquina de coger” de Charles Bukowski

Era una noche calurosa en lo de Tony. Ni siquiera pensaba en coger, sólo en tomar cerveza fresca. Tony nos alcanzó un par a mí y al Indio Mike, quien sacó la plata. Le dejé pagar la primera ronda. Tony la puso en la caja, aburrido, miró alrededor a cinco o seis que estaban mirando sus cervezas como idiotas, y luego camino hacia nosotros.

—¿Qué pasa, Tony? —pregunté.

—Ah, mierda —dijo él.

—Así que nada nuevo.

—Mierda —dijo Tony.

—Ah, mierda —dijo el Indio Mike.

Tomamos nuestras cervezas.

—¿Qué pensás de la luna? —le pregunté a Tony.

—Mierda —dijo él.

—Seh —dijo el Indio Mike—, el tipo que es un pelotudo en la Tierra, es un pelotudo en la luna, eso no hace ninguna diferencia.

—Dicen que probablemente no haya vida en Marte —dije.

—¿Y qué? —preguntó Tony.

—Oh, mierda —dije—, traé dos cervezas más.

Tony las trajo, después agarró la plata y la puso en la caja. Volvió.

—Mierda que hace calor. Me gustaría estar más muerto que un tampón de ayer tirado a la basura.

—¿Dónde van los hombres cuando se mueren, Tony?

—Mierda, ¿a quién le importa?

—¿No creés en el espíritu humano?

—¡Esas son un montón de pelotudeces!

—¿Y qué pasa con el Che, Juana de Arco, Billy the Kid, todos esos?

—¡Un montón de pelotudos!

Tomamos nuestras cervezas pensando en eso.

—Ahí vengo —dije—, tengo que ir a mear.

Caminé hacia el mingitorio y ahí, como siempre, estaba Petey la lechuza. La saqué y empecé a mear.

—Se nota que la tenés chiquita —me dijo.

—Cuando estoy meando o meditando, sí, pero soy lo que se dice, un tipo súper elástico. Porque cuando es el momento, cada centímetro que tengo ahora, vale por cinco.

—Eso está bien entonces, si no estás mintiendo, porque veo cinco centímetros ahí nomás.

—Solo estoy mostrando la cabeza.

—Te doy un dólar por chuparte la pija.

—No es mucho.

—Estás mostrando más que la cabeza, estás mostrando cada centímetro de tu pija.

—Andate a cagar, Pete.

—Ya vas a volver cuando te quedes sin plata para la cerveza.

Me fui.

—Dos cervezas más —ordené.

Tony repitió su rutina y volvió.

—Hace tanto calor que creo que me voy a volver loco —dijo él.

—El calor te hace darte cuenta de quién sos en realidad —le dije a Tony.

—Eh, pará, ¿me estás diciendo loco?

—Casi todos lo somos, pero es un secreto guardado.

—Está bien, digamos que la pelotudez que estás diciendo está bien, ¿cuántos hombres cuerdos hay en la tierra? ¿Hay alguno?

—Algunos, pocos.

—¿Cuántos?

—¿De todos los billones de hombres que hay?

—Seh, seh…

—Bueno, diría que cinco o seis.

—¿Cinco o seis? —dijo el Indio Mike— ¡Chupame la verga!

—Mirá —dijo Tony—. ¿Cómo sabés que estoy loco? ¿Cómo me las arreglo estando loco?

—Bueno, como estamos todos locos, hay unos pocos que nos controlan, y nos dejan andar por ahí, locos. Eso es todo lo que pueden hacer en este momento. Tenía la idea de que querían buscar un lugar para vivir en el espacio exterior mientras nos destruían, pero ahora sé que los locos controlan el espacio también.

—¿Cómo sabés?

—Porque plantaron la bandera estadounidense en la luna.

—¿Y si los rusos hubieran puesto la bandera rusa en la luna?

—Sería lo mismo —dije.

—¿Entonces vos sos imparcial? —preguntó Tony.

—Soy imparcial a todos los grados de locura.

Nos quedamos callados. Seguimos tomando y Tony también, empezó a servirse un escocés con agua. Él podía, era el dueño del lugar.

—Dios, hace calor —dijo Tony.

—Mierda que sí —dijo el Indio Mike.

Tony se puso a hablar en ese momento:

—Locura —dijo—, ¿saben que hay algo muy loco sucediendo en este mismo momento?

—Seguro —dije.

—No, no, no, quiero decir que aquí mismo, en este lugar.

—¿Seh?

—Seh. Es tan loco que a veces me asusto.

—Decime de que se trata todo eso, Tony —dije, siempre listo para escuchar las pelotudeces de los demás.

Tony se inclinó hacia nosotros.

—Conozco un tipo que tiene una máquina de coger, pero no esas porquerías locas de las revistas de sexo, como las que ven en los avisos, botellas de agua caliente con conchas de carne picada intercambiables, toda esa cosa sin sentido. Este tipo realmente hizo una de verdad, un científico alemán. Nosotros lo atrapamos, bueno, es decir, el gobierno, antes de que los rusos lo agarraran. Ahora, no digan nada.

—Seguro, Tony, seguro.

—Von Brashlitz. Nuestro gobierno trató de interesarlo en el espacio, pero no pudieron. Un hombre realmente brillante, pero solo tiene esta máquina de coger en la mente. Y a su vez, cree que es algún tipo de artista, se llama así mismo Miguel Ángel a veces. Le dieron una pensión de quinientos dólares por mes para mantenerlo vivo y lejos de los manicomios. Lo vigilaron por un tiempo, pero después parece que se aburrieron o se olvidaron de él, pero los cheques siguieron llegando. Un agente llegaba, hablaba diez o veinte minutos con él, escribía un reporte diciendo que está loco y se iba. Y así, vagó de pueblo en pueblo arrastrando su baúl rojo enorme con él. Finalmente, una noche llegó acá y comenzó a chupar. Me dijo que era un hombre cansado, que necesitaba un lugar tranquilo para continuar su investigación. Le di el lugar para quedarse y esconderse. Un montón de locos vienen por acá, ustedes saben.

—Seh —dije.

—Y siguió poniéndose más en pedo y más en pedo y me largó todo. ¡Había diseñado una mujer mecánica que podía darle a un hombre la mejor cogida que ninguna mujer creada a través de los siglos podría! Encima sin menstruación, sin mierda, sin discusiones.

—He estado buscando —dije— una mujer así toda mi vida.

Tony se rió

—Todos los los hombres han buscado algo así. Pensé que estaba loco, por supuesto, hasta que un día después de cerrar, fui hasta su cuarto con él, y sacó a la máquina de coger de su baúl rojo.

—¿Y?

—Fue como ir al cielo antes de morir.

—Dejame adivinar el resto —le pedí a Tony.

—A ver.

—Von Brashlitz y su máquina de coger están arriba en su habitación ahora mismo.

—Ajá.

—¿Cuánto?

—Veinte dólares por cabeza.

—¿Veinte dólares por garcharte una máquina?

—Él superó a lo que sea que nos haya creado. Ya van a ver.

—Petey la lechuza me la chupa por un mango.

—Petey la lechuza está bien, pero no tiene ni es una invención que supere a los dioses.

Le di mis veinte.

—A ver Tony, si esta es alguna clase de broma inventada por el calor, ¡perdiste a tu mejor cliente!

—Como dijiste antes, todos estamos locos de alguna forma, así que depende de vos.

—Bueno —dije.

—Yo sólo recibo el cincuenta por ciento, tenés que entender. El resto se lo queda Von Brashlitz. Una pensión de 500 mangos no vale mucho con la inflación y los impuestos y Von B. chupa Schnapps como loco.

—Hagámoslo —dije—, ahí tenés cuarenta mangos. ¿Dónde está esta inmortal máquina de coger?

Tony levantó una parte de la barra y dijo:

—Pasen por acá, tomen la escalera a la parte de atrás, suban por ahí, golpeen y digan que yo los mando.

—¿Qué número de puerta?

—La 69.

—Oh, bueno —dije— ¿Qué más?

Encontramos la escalera y subimos.

—Tony haría cualquier cosa por hacernos un joda.

Caminamos y la encontramos, ahí estaba, la puerta 69. Golpeé y dije que Tony nos había mandado.

—Ah, entren caballeros.

Y ahí estaba, un loco con apariencia de viejo verde, con un vaso de Schnapps en su mano, anteojos de doble lente, como en una película vieja. Parecía que tenía una visita, una jovencita, muy joven y se veía frágil pero fuerte al mismo tiempo.

Cruzó sus piernas, mostrando todo un poco: rodillas y muslos con sus pantimedias de nylon y esa pequeña parte ahí donde las medias terminaban y un pequeño pedacito de carne empezaba. Ella era todo culo y pechos, piernas con pantimedias, y unos ojos azules limpios y sonrientes.

—Caballeros, mi hija Tanya.

—¿Qué?

—Ah, sí, lo sé, soy tan viejo, pero como existe el mito del hombre negro con su siempre verga gigante, también existe el de los viejos alemanes pervertidos que nunca paran de coger. Crean lo que quieran creer. Ella es mi hija Tanya, de todas formas.

—Hola, chicos —dijo riendo.

Al instante todos miramos a la puerta que tenía un cartel: “Cuarto de almacenamiento de la máquina de coger”. Terminó su Schnapps.

—Ah, sí, ustedes muchachos, vinieron acá por la mejor cogida de sus vidas, ¿no?

—¡Papá! —dijo Tanya— ¿Por qué siempre tenés que ser tan vulgar?

Tanya volvió a cruzar sus piernas, más alto esta vez, y casi acabo. Mientras, el profesor se tomó otro Schnapps, se levantó y caminó hasta la puerta con el cartel de “Cuarto de almacenamiento de la máquina de coger”. Se dio vuelta y nos sonrió y muy lentamente abrió la puerta. Entró y luego salió con un artefacto que parecía una cama de hospital con ruedas. Estaba desnuda, era un pedazo de metal.

El profesor empujó el maldito aparato al frente de nosotros, después empezó a tararear alguna asquerosa canción, probablemente algo de Alemania.

Un pedazo de metal, con un agujero en el centro. El profesor agarró una lata de aceite, la apoyó el agujero y empezó a aplicarle una gran cantidad del aceite, mientras seguía tarareando esa desquiciada canción alemana.

Seguía poniéndole aceite, y por un instante, miró hacia atrás por sobre su hombro y dijo, “lindo, ¿no?”, y siguió trabajando, poniéndole el aceite.

El Indio Mike me miró, trató de reírse y dijo:

—Carajo, me parece que caímos otra vez.

—Sí —dije—, hace como cinco años que no la pongo, pero ni en pedo voy a meter mi verga en ese montón de metal.

Von Brashlitz se rió, caminó hasta su licorera, encontró otro quinto de Schnapps, se sirvió y se sentó mirándonos.

—Como en Alemania nos estábamos dando cuenta de que la guerra estaba perdida, y que la red empezaba a debilitarse, en batalla final de Berlín nos dimos cuenta de que la guerra había tomado un nuevo objetivo, y la verdadera guerra fue ver quién capturaba la mayor cantidad de científicos alemanes. Si a Rusia le fue bien, en términos de números o de capacidad cerebral, es algo que no sé. Sólo sé que los estadounidenses me agarraron primero, no me dejaron escapar, me pusieron en un auto, me dieron una bebida, pusieron pistolas en mi cabeza, me hicieron promesas, me amenazaron. Yo firmé todo.

—Bueno —dije— suficiente de la lección de historia, pero de todas formas no voy a meter mi verga, mi pequeña y pobre verga en ese coso de metal, o lo que mierda sea. Hitler debe a haber sido una niñera muy desquiciada, para cuidarte. Me hubiera gustado que los rusos te hubiesen atrapado primero, ¡quiero que me devuelvan mis veinte mangos!

Von Brashlitz se rió muy fuertemente.

—Es sólo mi pequeña broma, se asustaron, ¿nein?

Se siguió riendo y luego empujó el montón de chatarra de vuelta al cuarto. Cerró la puerta, volvió a reírse y bebió un poco más de Schnapps. Después se sirvió otro más, realmente chupaba como loco.

—Caballeros, yo soy un artista y un inventor. Mi máquina de coger es realmente mi hija Tanya.

—¿Más de sus joditas, Von? —le pregunté.

—¡Nada de jodas! ¡Tanya! Andá y sentate en el regazo del caballero.

Tanya se rió, se levantó y se sentó encima de mí. ¿Una máquina de coger? ¡No lo podía creer! Su piel era piel, o eso parecía, y su lengua entró a mi boca cuando nos besamos, y no era mecánico el movimiento que hacía, cada momento era distinto y respondía a los míos. Estaba ocupado con ella, arrancándole la blusa de sus pechos, cuando enredados nos paramos, y la tomé, y me agarré de su culo y abría su agujero, mientras se la metí y le di duro hasta que ella acabó, y yo sentí sus palpitaciones y enseguida también acabé.

¡Fue la mejor cogida que tuve en mi vida!

Tanya se fue al baño, se limpió, se duchó y se vistió otra vez, para el Indio Mike, calculé.

—La más grande invención del hombre —dijo Von Brashlitz muy seriamente. Y tenía mucha razón.

Pero Tanya salió y se sentó en mi regazo otra vez.

—¡No, no, Tanya! ¡Ahora es el turno del otro hombre! ¡Recién te cogiste a ese!

Ella parecía no escuchar, y era extraño, incluso para una máquina de coger, porque realmente, jamás fui un gran amante.

—¿Me amás? —me preguntó.

—Sí.

—Te amo, y estoy tan feliz. Y no debería estar viva, vos sabés eso, ¿no?

—¡Carajo! —gritó el viejo— ¡Está máquina de mierda!

Caminó hacia una caja barnizada con la palabra “Tanya”, impresa en uno de los lados. Había pequeños cables y alambres saliendo de ella, había diales y agujas que se movían, y muchos colores, luces que se prendían y se apagaban, cosas que hacían ruido. Von Brashlitz era el proxeneta más loco que jamás había conocido. Seguía jugando con los diales y luego miró a Tanya:

—¡Veinticinco años! ¡Casi toda una vida para construirte! ¡Tuve que esconderte de Hitler incluso y ahora te querés convertir en una puta ordinaria!

—No tengo veinticinco —dijo Tanya—, tengo veinticuatro.

—¿Ves? ¿Ves? ¡Como una puta ordinaria!

Volvió con sus diales.

—Te pusiste un color distinto de lápiz labial —le dije a Tanya.

—¿Te gusta?

—Oh, sí.

Se acercó y me besó.

Von Brashlitz siguió jugando con los diales. Sentí que estaba por ganar. Se dio vuelta hacia el Indio Mike y le dijo:

—Sólo unas pequeñas vueltas y retoques en la máquina… Confiá en mí, sólo un minuto más.

—Eso espero —dijo el Indio Mike—. Ya la tengo de 35 centímetros de esperar y tengo veinte mangos menos…

—Te amo —me dijo Tanya—. Nunca más me voy a coger a otro hombre, si no puedo tenerte, entonces no tendré a nadie.

—Te voy a perdonar por todo lo que hagas, Tanya.

El profesor empezaba a exasperarse. Seguía moviendo los diales y los interruptores pero nada pasaba.

—¡Tanya! ¡Es hora de que cojas al otro hombre! Ah, ya me estoy cansando… Voy tomarme otro Schnapps y me voy a ir a dormir. Tanya…

—Ah —dijo Tanya—, viejo verde de mierda. Vos y tus Schnapps, y después mordisqueándome las tetas toda la noche, y no puedo dormir y ni siquiera se te para. ¡Sos asqueroso!

—¿Qué?

—¡Dije, ni siquiera podés hacer que se te pare decentemente!

—¡Tanya! ¡Vas a pagar por esto, ya vas a ver! ¡Sos mi creación, yo no soy tuyo!

Siguió apretando sus interruptores mágicos en la máquina. Estaba muy enojado, y se podía notar, de alguna forma, porque la ira le daba un brillo vital alrededor de sí.

—¡Sólo esperá un poco más, Mike, todo lo que tengo que hacer es ajustar algo acá! ¡Esperen! ¡Un corto! ¡Lo veo!

Y en ese instante, se levantó. A este hombre lo habían salvado de los rusos. Miró al Indio Mike.

—¡Ya está arreglada! ¡La máquina está en orden! ¡Que te diviertas!

Y volvió a su botella de Schnapps, se sirvió otro vaso y se sentó a mirar.

Tanya se bajó de mi regazo y camino hasta el Indio Mike. Miré cómo Tanya y él se abrazaron. Tanya bajo hasta la bragueta de Mike, la bajó y sacó su verga y, mierda que la tenía grande. ¡Él había dicho 35 centímetros, pero parecía de 50!

Luego, Tanya puso ambas manos alrededor de la verga de Mike. Él gimió en la gloria.

E inesperadamente, le arrancó toda la verga de su cuerpo y la tiró a un costado.

Vi la cosa rodar por la alfombra como una salchicha insólita, dejando pequeños rastros de sangre. Rodó hasta una pared, y se quedó ahí como algo con una cabeza pero sin piernas y ningún lugar para ir en verdad.

Y enseguida, las bolas volaron por el aire. Una visión pesada y curvilínea. Simplemente cayeron en el centro de la alfombra y no supieron más que hacer que sangrar. Así que sangraron.

Von Brashlitz, el héroe de la invasión ruso-americana miró detenidamente lo que quedó del Indio Mike, mi viejo amigo y compañero de cervezas, ensangrentado sobre el suelo, brotando desde el centro. Von Brashlitz tomó la ruta, bajando las escaleras rápidamente.

El cuarto 69 había hecho todo, excepto eso.

Y entonces le pregunté:

—Tanya, la cana va a llegar en cualquier momento. ¿Le dedicamos el número de la habitación a nuestro amor?

—¡Por supuesto, mi amor!

Lo hicimos, justo a tiempo, y los canas cayeron. Uno de los peritos declaró la muerte del Indio Mike.

Y como Von Brashlitz era algún tipo de producto del gobierno de Estados Unidos, un montón de gente apareció, varios oficiales burocráticos de mierda, bomberos, reporteros, el inventor, la C.I.A, el F.B.I y varias otras formas de mierda humana.

Tanya vino y se sentó en mi regazo.

—Van a matarme ahora. Por favor, tratá de no ponerte triste.

No contesté.

Enseguida Von Brashlitz estaba gritando y apuntándole a Tanya con el dedo:

—¡Les digo, caballeros, ella no tiene sentimientos! ¡Tuve que salvar la puta máquina de Hitler! ¡Les digo, no es nada más que una máquina!

Ellos se quedaron ahí, pero nadie le creyó a Von Brashlitz. Era simplemente la máquina, y también llamada mujer, más hermosa que habían visto jamás.

—¡Oh, mierda! ¡Pelotudos! ¡Cada mujer es una máquina de coger, ¿no lo pueden ver?! ¡Se venden al mejor postor! ¡No existe una cosa como el amor! ¡Eso es un cuento de hadas como la navidad!

De todas formas, seguían incrédulos.

—¡Esto es sólo una máquina! ¡Tengan miedo! ¡Miren!

Von Brashlitz agarró uno de los brazos de Tanya y lo arrancó completamente de su cuerpo. Y dentro, en el hoyo de su hombre, se podían ver cables y luces, cosas que daban vueltas y corrían, y una sustancia menos que débilmente se parecía a la sangre.

Vi a Tanya parada ahí con su rollo de cables colgando de su hombro, donde solía estar el brazo. Me miró:

—¡Por favor! ¡Hacelo por mí! Te pedí que por favor no te pusieras muy triste.

Observé como se le abalanzaron, la destruyeron, la violaron y la hicieron pedazos. Y no pude evitarlo, puse la cabeza entre mis piernas y lloré.

Encima, el Indio Mike nunca pudo hacer valer sus 20 mangos.

Pasaron unos meses, jamás volví al bar. Hubo un juicio, pero el gobierno exoneró a Von Brashlitz y su máquina. Me mudé a otro pueblo, muy lejos. Un día, sentado en una barbería, tomó una revista de sexo y encontré un aviso: “¡Inflá tu pequeña muñeca! $29.95. Material de goma resistente, muy durable. Cadenas y látigos incluidos en el paquete. Un bikini, corpiños, bombachas, dos pelucas, lápiz de labios y una pequeña jarra de poción de amor incluida. Von Brashlitz S.A.”

Envié una orden con el dinero a algún lugar en Massachusetts. Él también se había mudado.

El paquete llegó en tres semanas aproximadamente. Fue muy vergonzoso, no tenía un inflador de bicicleta, y me calenté cuando saqué las cosas del paquete. Tuve que ir abajo a la estación de servicio de la esquina y usar su compresor de aire.

Se veía mejor cuando estaba inflada. Buenas tetas, buen culo.

—¿Qué tenés ahí, amigo? —me preguntó el hombre de la estación.

—Mirá, che, sólo estoy tomando prestado un poco de aire, ¿No compro un montón de combustible acá, eh?

—Está bien, está bien, usá el aire tranquilo. Sólo que tengo curiosidad por saber qué tenés ahí.

—¡Mejor dejá de joder! —dije.

—¡Dios! ¡Mirá esas tetas!

—¡Las estoy viendo, pelotudo!

Lo dejé con la lengua colgando, y cargué la muñeca al hombro y volví a mi casa. La llevé hasta la habitación.

La gran pregunta era, ¿y ahora qué?

Le abrí las piernas y busqué algún tipo de abertura. Von Brashlitz no lo había hecho del todo mal.

Me subí arriba y empecé a besar su boca de goma. Luego me acerqué a uno de sus grandes tetas de goma, y se la chupé. Le puse la peluca rubia, y me había embadurnado la verga con la poción de amor. No hizo falta mucha, quizás el frasco tenía suficiente para todo un año.

La besé apasionadamente atrás de las orejas, le metí el dedo por el culo y le seguí dando duro. Luego me levanté, encadené sus brazos detrás de su espalda, le puse el pequeño candado y luego le di latigazos en el culo, que combinaban con las tangas de cuero.

“Dios, debo estar loco” —pensé.

Después la di vuelta y se la metí otra vez. Me la cogí y me la seguí cogiendo. Francamente, se volvía un poco aburrido. Imaginé perros montándose gatas, me imaginé dos personas cogiendo en el aire mientras caían del edificio Empire State. Me imaginé una concha tan grande como pulpo, reptando hacía mí, mojada y olorosa, pidiendo dolorosamente un orgasmo. Recordé todas las bombachas, rodillas, piernas, tetas, conchas que había visto. La goma estaba sudando, yo estaba sudando.

—¡Te amo, mi amor! —le suspiré a una de sus orejas de goma.

Odio admitirlo pero me forcé a mí mismo acabar en ese asqueroso pedazo de goma. No se parecía a Tanya en nada.

Tomé una hoja de afeitar y corté la porquería a la mierda y la tiré junto con las latas de cerveza.

¿Cuántos hombres en Estados Unidos compran esas cosas estúpidas?

O después podés cruzarte con cien máquinas de coger en una caminata de diez minutos en casi cualquier vereda principal del país. La única diferencia es que ellas aparentan que son humanas.

Pobre Indio Mike, con esa verga de 50 centímetros.

Todos los pobres Indios Mikes, todos los astronautas, todas las putas de Vietnam y Washington.

Pobre Tanya, su panza quizás era la panza de un chancho, sus venas las de un perro. Ella raramente cagaba o meaba, ella sólo cogía. Su corazón, su voz, y su lengua las habría tomado de otros. En ese momento, sólo habían sido llevados a cabo diecisiete trasplantes de órganos, pero Von Brashlitz había hecho mucho más que esos.

Pobre Tanya, que sólo había comido poco y probablemente queso barato y pasas. No tenía ambiciones, deseo de dinero, o propiedades o autos nuevos o mansiones. No había leído el diario de la mañana. No tenía deseo por la televisión a color, ni por los nuevos sombreros, ni por botas para la lluvia, ni de charlar con esposas estúpidas en el patio de atrás; no quería un marido que fuera doctor, corredor de bolsa, congresista o policía.

Y el tipo de la estación de servicio me sigue preguntando “Ey, ¿qué pasó con la cosa que trajiste e inflaste con el compresor de aire?

Pero no me pregunta más, porque compro la nafta en un nuevo lugar. Ya no me corto más el pelo en donde vi esa revista con aviso de la muñeca de goma de Von Brashlitz. Estoy tratando de olvidarme de todo.

¿Vos qué harías?

sábado, 11 de septiembre de 2010

81º Historia Asesina - “Etiqueta y prelaciones”

“Etiqueta y prelaciones” de Julio Cortázar

Siempre me ha parecido que el rasgo distintivo de nuestra familia es el recato. Llevamos el pudor a extremos increíbles, tanto en nuestra manera de vestirnos y de comer como en la forma de expresarnos y de subir a los tranvías. Los sobrenombres, por ejemplo, que se adjudican tan desaprensivamente en el barrio de Pacífico, son para nosotros motivo de cuidado, de reflexión y hasta de inquietud. Nos parece que no se puede atribuir un apodo cualquiera a alguien que deberá absorberlo y sufrirlo como un atributo durante toda su vida. Las señoras de la calle Humboldt llaman Toto, Coco o Cacho a sus hijos, y Negra o Beba a las chicas, pero en nuestra familia ese tipo corriente de sobrenombre no existe, y mucho menos otros rebuscados y espamentosos como Chirola, Cachuzo o Matagatos, que abundan por el lado de Paraguay y Godoy Cruz. Como ejemplo del cuidado que tenemos en estas cosas bastará citar el caso de mi tía segunda. Visiblemente dotada de un trasero de imponentes dimensiones, jamás nos hubiéramos permitido ceder a la fácil tentación de los sobrenombres habituales; así, en vez de darle el apodo brutal de Ánfora Etrusca, estuvimos de acuerdo en el más decente y familiar de la Culona. Siempre procedemos con el mismo tacto, aunque nos ocurre tener que luchar con los vecinos y amigos que insisten en los motes tradicionales. A mi primo segundo el menor, marcadamente cabezón, le rehusamos siempre el sobrenombre de Atlas que le habían puesto en la parrilla de la esquina, y preferimos el infinitamente más delicado de Cucuzza. Y así siempre.

Quisiera aclarar que estas cosas no las hacemos por diferenciarnos del resto del barrio. Tan sólo desearíamos modificar, gradualmente y sin vejar los sentimientos de nadie, las rutinas y las tradiciones. No nos gusta la vulgaridad en ninguna de sus formas, y basta que alguno de nosotros oiga en la cantina frases como «Fue un partido de trámite violento», o: «Los remates de Faggiolli se caracterizaron por un notable trabajo de infiltración preliminar del eje medio», para que inmediatamente dejemos constancia de las formas más castizas y aconsejables en la emergencia, es decir: «Hubo una de patadas que te la debo», o: «Primero los arrollamos y después fue la goleada». La gente nos mira con sorpresa, pero nunca falta alguno que recoja la lección escondida en estas frases delicadas. Mi tío el mayor, que lee a los escritores argentinos, dice que con muchos de ellos se podría hacer algo parecido, pero nunca nos ha explicado en detalle. Una lástima.

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Historias Asesinas para Matar el Tiempo by Félix Alejandro Lencinas is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial 2.5 Argentina License.