domingo, 13 de diciembre de 2009

75ª Historia Asesina - “Al abrigo”

Juan José Saer fue un escritor santafesino escritor de varios cuentos y novelas. A continuación, un cuento suyo con el que me topé casi por casualidad.

Al abrigo”, por Juan José Saer

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón —muerte, olvido, fuga precipitada, embargo— el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.

El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido —un diario, o lo que fuese—, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.

Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas.

Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida. O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

sábado, 31 de octubre de 2009

74ª Historia Asesina - “Panadero”

Mira a un lado, mira al otro muy disimuladamente. La persona más cercana está mirando por la ventana y parece que no le presta atención. Aprovecha y se acerca la mano a la nariz, pero en ese momento parece que lo va a mirar y entonces se rasca el tabique como desviando la atención. Sin embargo el de al lado sigue mirando pasar árboles, casas, edificios, autos desde lo alto por la obvia elevación del transporte en que se encuentran. Aprovecha nuevamente que el de al lado sigue concentrado en el constante movimiento del exterior. Entonces frunce su boca para dejar que los hoyos nasales se estiren y permitan la entrada del dedo índice que como una pala rápidamente quiere sacar la pelotita de mocos sólida que allí reside. En el primer intento, logra tocarlo, pero el dedo no entra lo suficiente para poder sacarlo. Como el intento falla, rápidamente quita el dedo, porque probablemente el otro puede darse vuelta y ver la horrible tarea en que se encuentra. El enemigo parece estar más aferrado de lo que parece, así que la próxima vez habrá que ser más agresivos. El acompañante parece seguir concentrado en lo suyo así que puede intentarlo de vuelta. Rápidamente arremete contra el enemigo verde, pero éste no se dejará vencer tan fácilmente. Esta vez se ha adherido a algunos vellos nasales y cuando tira duele. Esto lo detiene y una vez más obliga a descender la mano para disimular. Esta vez tiene que juntarse de coraje porque sabe que le dolerá esa depilación involuntaria que será quitarse el moco. Podría dejarlo, pero le molesta y no puede respirar bien por la nariz, tiene que hacer algo y urgente. Una vez más revisa que su compañero no esté viéndolo, y nota que se durmió, así que es la oportunidad perfecta. Esta vez el dedo arremeterá sin compasión. Se mete en el orificio toma el moco con la uña y tira. Le duele, pero sigue tirando con más fuerza y duele más y los vellos se desprenden con el moco finalmente. Solloza un poco por lo bajo y le lagrimean los ojos, pero lo ha logrado. Mira su dedo índice y a la maldita mucosidad sólida. Vuelve a mirar al de lado que ni se percato de lo ocurrido, hace una bolita con la ayuda del pulgar y quita los restos de mucosidad de la uña. Con más sigilo, pone la mano debajo del asiento y con los dedos pega el moco para deshacerse de él. Por fin disfruta de unas vías respiratorias nasales libres y por las cuales el aire pasa libremente. Se acomoda y hace como que nada pasó. Eso sí, apenas llegue a casa, se lavará la mano. Y evitará que la mano haga contacto con otra persona. Pero lo difícil, ya pasó, ya sacó el pan del horno.

miércoles, 28 de octubre de 2009

73ª Historia Asesina - “Labios rojos”

A la que comparte esos vasos vacíos conmigo.

—Ma, mañana a la tarde viene Alexis a tomar mates —dijo la quinceañera Laura a su mamá.
—Bueno, dale, no hay problema —respondió ella.

Alexis se había vuelto un tema recurrente de conversación en la familia. Laura lo nombraba a menudo, junto con sus relatos sobre María y Silvia, sus mejores amigas. De hecho, no era la primera vez que Alexis se aparecía por la casa de la familia Arenas, aunque había una pequeña novedad: Alexis venía solo sin María y Silvia como había sido todas las otras veces.

La primera vez que apareció en aquella casa fue un fin de semana de octubre con la excusa de hacer un trabajo para el colegio en el que compartían curso y clases. Desde entonces el joven Alexis se había hecho una visita frecuente, pero siempre con María y Silvia haciendo compañía.

Cerca de las tres y media de la tarde apareció el joven Alexis en la casa de los Arenas. Alexis era un muchachito simple, menudo y sobretodo tímido. No emitía palabras a menos de que fuera totalmente necesario, y siempre se refería a los padres de Laura tratándolos de usted, a pesar de que había bastante confianza para el tuteo. Cuando Alexis entró a la casa con la compañía de Laura, mamá Arenas terminaba de limpiar los platos del almuerzo mientras que papá Arenas miraba fútbol por televisión pública gracias a la novedosa idea del gobierno de turno para poner propaganda oficial con llegada masiva. Papá Arenas bromeó con la visita sobre respectivos desempeños de los clubes de los que cada uno era hincha, mientras Laura los miraba a ambos pensando que a los hombres lo único que les importa es ese deporte burdo y torpe que era el fútbol.

Enseguida apareció mamá Arenas, saludó a la visita y le preguntó por su familia, como hacía casi de rutina cada vez que llegaba alguna amistad de su hija. Alexis, como siempre, rápidamente enumeraba en qué se encontraba cada miembro de su familia hasta el último momento en que los vio y ahí terminaba la conversación. Entonces Alexis y Laura se fueron a la habitación de ella con el equipo de mate.

—Mmm… ¿No te parece sospechoso? —dijo Papá Arenas.
—¿Qué cosa? —respondió Mamá Arenas.
—Estos dos chicos… Están muy pegados, muy juntos últimamente… ¿Tienen la puerta cerrada? Les voy a decir que la abran…
—¡¿Te podés calmar, querés?! Son amigos…
—Sí, más vale que sean amigos, ella es muy chica para esas cosas…
—Tiene quince años, no es una nena ya. Igual no creo que esté interesada en esas cosas todavía.
—¡Dejate de joder, viejo! Yo di mi primer beso a los 13. Lo más probable es que ya lo haya dado ella también. ¿Además a qué edad diste tu primero beso o tuviste tu primera novia?
—¡A los 14! Pero no iba a la casa de ella a encerrarme en su pieza… ¿Te imaginarás lo que pueden llegar a hacer?
—No van a hacer nada.
—Sí, yo puedo imaginar todo lo que pueden hacer. Ahora me van a ver…
—¡No están en nada! Son amigos.
—Yo te puedo probar que no son amigos.
—Quedate ahí, no hagas ninguna locura.
—No me tengo que mover de acá.
—¿Y cómo lo vas a comprobar entonces?
—Mirales los labios.
—¿Los labios?
—Sí. Entre tanto intercambio de saliva, de exhalaciones, de mordidas y esas cosas los labios terminan paspados y rojos. ¿Nunca te pasó? ¿No te acordás de nosotros cuando nos conocimos a los 20? Me dejaste los labios hechos pelota.
—Sí, me acuerdo. Pero vos también a mí, no te quejes.
—Bueno, pero a mi se me notaba más… Mi vieja me preguntó qué me había pasado y no cabía la excusa del frío, porque estábamos en pleno verano.

—¿No le dijiste a tus viejos que estamos de novios, no? —dijo Laura.
—Sí, ya le dije —respondió Alexis.
—¿Le dijiste? ¿En serio?
—Y sí, me preguntaba por qué venía tanto a tu casa y para que no me joda más le dije que estábamos de novios. Eso.
—Ay, ¿y qué dijo ella?
—Nada, me felicitó, dijo que estaba bien, que eras una chica linda y buena, y eso, más o menos. ¿Vos no le dijiste nada a tus viejos, no?
—Y, no. Vos sabés que no es tan fácil porque soy mujer y porque mi viejo es un hincha pelota.
—Igual si nos quedamos acá no pasa nada, ¿no?
—No, mis viejos no joden… Pero seamos disimulados…
—¿Entonces te tengo que besar despacito?
—No sé, eso se ve. Vení.

—Llamala a Laura, mandala a comprar algo, no sé —dijo Papá Arenas—. Mirales bien los labios a los dos. Fijate cómo los tienen ahora y después cuando vuelvan o cuando él se vaya.

Laura y Alexis fueron hasta el negocio de artículos de limpieza a comprar una lavandina. “Raro, ¿no había comprado una ayer?”, pensó Laura. De todas formas no importaba, e iba por la calle tomada de la mano con Alexis. Cuando había que esperar a un semáforo para cruzar, se paraban en la esquina, se miraban y se besaban esperando a que aparezca la luz blanca con el hombrecito caminando para poder cruzar. Más besos en pequeños intervalos se daban mientras esperaban en la tienda a ser atendidos. De regreso a casa se pararon dos cuadras antes de llegar al destino, se abrazaron y besaron apasionadamente recorriendo todos sus labios, sus dientes, sus lenguas, respirando enviciado aire que compartían, ahogándose a besos. Finalmente cuando volvieron a la casa se separaron y cambiaron a la modalidad de amigos, evitando cualquier atisbo de amor en sus caras, aunque cuando ni mamá ni papá Arenas miraban, se miraban a los ojos, sonreían y leían en sus labios del otro lo que no era pronunciado con palabras.

—¿Les viste los labios? —preguntó papá Arenas— ¿Te fijaste?
—Sí, tenés razón, los tenían colorados.
—Seguro que se estuvieron besando todo el camino y por eso les quedaron los labios así. Podrán disimular todo lo demás, pero las marcas de los besos son indisimulables.
—Tenías razón al final… ¿Y qué vas a hacer?
—Nada.
—¿Nada?
—Y no… ¿Te acordás cuando fui a tu casa y no me habías presentado como tu novio? Que nos buscábamos en los rincones, para darnos besos furtivos. Cuando comíamos todos juntos y nos mirábamos y me sonreías con complicidad… Esa vez fue cuando me dejaste los labios paspados.
—¿Me vas a decir que no fue lindo? Fue hermoso…
—No lo niego, fue hermoso.
—Así que bueno… Dejemos que se partan los labios, total.
—Sos un tierno. Te voy a partir los labios como a los 20.
—Eso quiero verlo.

—¿Vos creés que tus viejos no se dieron cuenta?
—Nah, no pasa nada. Mi viejo cree que aun tengo 8 años.
—Ah, bueno… Che, ¿hace calor, no?
—Sí, bastante.
—Y me dejaste los labios paspados de tantos besos… ¿Qué voy a decir? No tengo como excusa el frío.
—No te quejes, porque bien que te gustó, ¿eh?.
—Lo sé, ja. Che, ¿notaste algo?
—¿Qué cosa?
—Tu viejo también tiene los labios paspados.
—Sí, pero a él siempre se le paspan porque tiene los labios sensibles. No lo veo dándose besos con mi vieja.
—¿No? Pensé que sí.
—Y sí lo hace no me quiero enterar.
—Bueno, ellos fueron jóvenes. Che, me duele un poco.
—¡Sos un maricón! No te voy a dar más besos entonces.
—¡Es una broma!
—Lo sé, tonto, ¡te amo!
—Yo también te amo.

lunes, 19 de octubre de 2009

72ª Historia Asesina - “No se culpe a nadie”

Esta genial tira de Liniers obviamente me hizo leer este gran cuento del señor Julio Cortázar. Julio Cortázar se inspiraEl frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

lunes, 28 de septiembre de 2009

71ª Historia Asesina - “Historia de amor”

—¿Y ya no te dedicás a escribir?
—Y, ya no
—¿Por qué?
—Porque lo único que me salen son historias de amor.
—¿Y qué tiene?
—A nadie les gusta la historias de amor. Son aburridas, ya están bastante trilladas. Leerlas a mí también me embola un poco.
—¿Sólo por eso entonces no escribís más?
—Y sí…
—¿Vos sabés por qué a la gente no les gusta las historias de amor? Porque son una manga de amargados.
—Nah, porque de cierta forma es un género aburrido que es muy común digamos. Y peca de ser demasiado romántico, qué sé yo.
—¿Y eso quién lo dice? ¡Los estudiosos, los críticos, los científicos! ¿Sabés por qué dicen eso? Porque de tan amargados que son no pueden querer a nadie. O peor, ¿sabés qué? Están amargados porque seguro que alguien los dejó y entonces andan proliferando esas peroratas en contra del amor. Es un movimiento generalizado, todos desconfían en el amor y ¡pum! Las historias de amor son una garcha.
—Bueno, no sé si es para tanto.
—Es como yo te digo, chabón. Fijate, el 86% de las películas, libros e historietas que salen al público están relacionadas en cierto sentido al amor.
—Porque es una parte de la vida, obvio. Pero las historias de amor en particular no ofrecen tanto de interesante. Fijate las comedias románticas, es un género tan boludo que si me das un día te armo yo un guión para una película de ese tipo.
—El tema de las comedias románticas es que muestran siempre historias imposibles. El tipo que se encuentra con la mina antes de su boda y la termina dejando plantado en el altar a ella, pero ella a su vez tenía un amante, así que cada uno se va con el amante y todos felices. En la vida real el tipo se casa y a los tres años se divorcia.
—Bueno, sí, es cierto.
—¡Y eso no es todo! Si la película trata de un divorcio, al final de la película se terminan reconciliando porque él descubre que la amaba de verdad o viceversa. En la vida real ella le quiere sacar hasta las ganas de vivir porque le corresponde en la división de bienes. Y ni hablar si él es un jugador gordo de River y ella un gato que se acostó con cualquiera para sacar guita.
—Eso también es cierto…
—Sí. Las comedias románticas tendrían que hacer algo que se acerque más a la realidad… Que muestren un final infeliz como los de verdad.
—Me diste una idea. Mirá, escuchá: él la conoce a ella en un lugar… Elegí el que quieras, trabajo, estudio hasta internet podemos mandarle para que sea más moderna. Entonces se enamoran al toque, cruzan tres veces palabras y ya se ponen de novios. Al tiempo, cualquiera que sea, cortan y se van al carajo los dos. Uno que sufra y el otro que se garche a cualquiera que encuentre, entonces muestran los dos lados, ¿viste? Hasta que tiempo después uno de ellos se recompone y se encuentra a su ex pareja y ve que se canso de tanto sexo fácil y que quedó más solo que un perro.
—Ajá, ¿y?
—Bueno, ahí el primero ya está de pareja, pero por eso ahora conoció un amigo o amiga de su nueva pareja. Entonces la ex pareja se enamora de esta persona amiga de la pareja de su ex. Y encima este amigo o amiga en algún tiempo le tuvo ganas a la pareja actual del ex y tuvieron algo.
—Ah, un quilombo de puta madre.
—Claro, claro. Al final, bueno, se forman las nuevas parejas y ambos ven como sus ex terminan juntos con amigos en común y se hace un re conventillo, porque obviamente, comentario viene, comentario va. Y entonces se melancolizan y vuelven a salir con sus parejas originales.
—¿Y pero no eso no es una especie de final feliz?
—Claro, ahí cuando vuelven y después de un tiempo de convivencia se dan cuenta de por qué habían cortado antes y vuelven a quedar todos mal, pero nada más que ahora son cuatro. Entonces ellas se hacen amigos por compartir y padecer a sus ex, y ellos se hacen amigos se van de putas. Fin.
—Lo de que se van de putas es un final feliz para mí.
—Y bueno, hagámoslo realidad entonces.
—Buenísimo.
—Igual, decime la verdad, ¿quién estaba más buena Melina o Laura?
—Cuando estuve con Melina, ella me parecía más linda, pero cuando estaba con Laura, ella me parecía más linda.
—A mí también me gustó más Laura y después me gustó más Melina. Pero decí la verdad, Melina tenía buenas tetas.
—Sí, y Laura tenía buen culo.
—Y lindos ojos.
—Estaría bueno, hacer una sola mina que saque lo bueno de las dos.
—Y le sacamos lo histérico de Laura.
—Y lo hueco de Melina.
—Seh.
—O mejor vayamos al cabarulo.
—Sí, mejor. Es más fácil. Vamos.

jueves, 17 de septiembre de 2009

70ª Historia Asesina - “Pollerudo”

—Me quiero matar.
—Qué drástico que sos.
—Callate.
—Pero si es así. ¿Por qué te querés matar?
—Porque sí.
—¿No tiene sentido la vida para vos, no?
—Absolutamente.
—¿Por qué?
—Porque no. Todo el tiempo sufriendo como un boludo estoy.
—¿Es por ella, no? Sos un boludo.
—¿Qué sabés vos?
—¡Sos un boludo! ¿Cómo te vas a querer matar por ella?
—¡Lo estoy sufriendo, me duele!
—¿Y qué?
—Vos por estás feliz, tenés una novia, y sos feliz.
—Sí, ¿y?
—¡Y no me entendés!
—Por supuesto que sí.
—¿Ah, sí?
—Sí. ¿Te creés que yo no sufrí por amor igual que vos? ¿Te creés que no me dolió?
—¿Y?
—Y nunca me quise matar por eso. Acá estoy, derecho y feliz. No me morí. Es más, me cago de risa de lo pelotudo que fui cuando lloraba por la tarada esa que me dejó.
—O sea que soy un pelotudo por llorar.
—Por supuesto.
—Claro, es todo mi culpa. Que ella me haya dejado, es mi culpa. No, es más, me lo merezco.
—¡Pará, chabón, te vas al carajo!
—¿Qué? ¡Eso es lo que me decís!
—¿Dije yo en algún momento que lo superé enseguida?
—No.
—¿Ves? Sos un boludo.
—¿Te llevó mucho tiempo?
—Varios meses.
—¿Varios meses?
—Ajá. Es el tiempo que te toma normalmente darte cuenta que no vale la pena llorar por esa persona. O sea, mientras vos estás ahí llorando, la puta se fue con otro ya.
—Es cierto. La puta, la muy puta se fue con otro… Seguro que está ahí encamándose con otros tipos y yo acá llorando. ¿Sabés qué? Me ahorraste muchos meses de sufrimiento.
—¡Bien, carajo, así se hace!
—Sí, carajo. Que se vaya a la mierda. Es un puta de mierda.
—Eso. Que se vaya a freír churros, ahora es tu turno de vivir la vida. ¡Hoy nos vamos de putas!
—¿Qué?
—Nada, boludo, es una joda.
—Ah, pensé que hablabas en serio.
—No, pero podemos salir a cazar algo. Bah, te hago la pata a vos, porque yo ya tengo dueña.
—Dale.
—Además sos fachero, algo vas a conseguir.
—¿Vos decís?
—Sí, sin dudas. Además las minas están re fáciles ahora.
—Sí. Si la puta esta seguro me dejó por otro. Uh…
—¿Qué pasa?
—Me vibra el celular. Es una llamada, a ver. ¿Hola? ¿Eh? Sí, sí… ¿Qué hacés? ¿Cómo andás? ¿Qué? ¿Qué? Sí. Sí. No, no tengo nada que hacer. ¿A qué hora? ¿A las diez? Sí, por supuesto. ¿Allá? Dale. Dale. ¿En serio me decís eso? ¿No me mentís? ¿No? Yo también… Mucho. Ya voy para allá, nos vemos. Beso.
—¿Quién era?
—Ella.
—¿Ella?
—Sí. Quiere hablar conmigo… Dice que me extraña, que se arrepiente. Quiere verme.
—¿Y vas a ir?
—Sí.
—¿Y todo lo que dijiste antes?
—¿Qué cosa?
—Nada, nada, nada. Andá, dale.
—Dale. ¡Gracias por todo, chabón!
—No es nada, para eso estamos los amigos.
—Gracias, en serio… ¡Nos vemos!
—Nos vemos, andá, pollerudo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

69ª Historia Asesina - Palomas

La canción resuena en algún rincón del pabellón auditivo y él se pone a imaginar. El amor es un sentimiento tan fuerte que se puede presentir a miles de kilómetros de distancia. Tiene que luchar contra muchos enemigos en el camino, es cierto, pero puede ser muy fuerte si se lo alimenta con una buena comida, unas palabras sencillas y directas y un constante deseo. Desear, es querer, añorar, necesitar algo.

El amor entonces es eso, es un bien, porque se necesita para vivir, es indispensable. Necesitamos que alguien nos necesite y necesitamos necesitar a alguien. El amor no se puede comprar en un mercado, pero allí, algún día, distraído por las cotidianidades se puede encontrar allí a un precio muy bajo: nada.

En ese momento suena una vibración en el ambiente, sabe que esa vibración es el anuncio de la paloma mensajera que trae un mensaje. En el medio del colectivo, plena noche, con gente que cruza la 9 de Julio para ir a algún al que llegan tarde, él queda iluminada por la luz del mensaje. Son sólo dos palabras entre tantas de las que existen en el idioma, pero no son cualquiera. Porque las palabras pueden reformularse y crear frases nuevas y diferentes. El amor también es eso, una reformulación de recuerdos, vivencias y risas entre dos personas, que reformulados crean un nuevo sentimiento que se puede sentir a la distancia, y que se necesita.

Se queda totalmente embelesado por el mensaje de la paloma mensajera. Se queda paralizado y se quiere largar a reír como un loco. A pesar de que todavía no se han visto, ya han construido castillos en el aire y en la distancia. Han fabricado miles de ilusiones y esperanzas, y aún ni siquiera saben qué les deparará el futuro. Quieren jugar a los cíclopes, quieren ser uno solo los dos. Y el amor eso es también, es imaginar, idealizar, esperar y buscar. Buscar todo el tiempo, todo lugar, el resquicio, la manera de amarse aunque haya tanto en el medio.

En los sueños se encuentran, porque en ese mundo no hay límite más que el de la propia subconsciencia. En ese mundo onírico la encuentra y la imagina más hermosa, más bella y más virtuosa cada día que pasa. Se imagina amándola en todo el amplio sentido. Luego despierta insultando contra la realidad que es dura, pero no por eso imposible de derrotar.

Comienza el día suspirando y lamentando que algunas dimensiones sean tan difíciles de superar. Le declara la guerra a todo lo que parezca querer meterse entre su necesidad de amar, y sin tregua desde su trinchera envía palomas mensajeras que ella recibirá seguramente con muchas o más ansías que las de él. Son felices sabiendo que uno piensa en el otro. Porque el amor también es egoísta y ególatra, se trata de que alguien más piense en vos y te ame, y se centré solamente en vos. Es un sentimiento que se puede sentir desde lejos, que crea ilusiones y necesidades, pero sobre todo crea esas ansías de ser el centro del universo de otra persona. Son felices sabiendo que uno dedica gran parte del día en pensar en el otro, de una manera muy narcisista.

Así siguen día a día… Mandando palomas mensajeras, que vuelan todo el tiempo llevando, ilusiones, besos, deseos, necesidades. Las palomas no se cansan de volar, porque mientras ellos se amen, nunca dejarán de volar. Y si ellas siguen volando, su amor no morirá.

miércoles, 26 de agosto de 2009

68ª Historia Asesina - “La tortuga gigante”

Horacio Quiroga era un escritor argentino-uruguayo que se dedicaba a escribir cuentos, lo cuales la mayoría tratan de la acción del hombre con la naturaleza, a veces ayudándola, a veces destruyéndola. “La tortuga gigante” parte de “Cuentos de la Selva” muestra como un hombre ayuda a una tortuga a punto de morir y las consecuencias de esto.

La tortuga gigante” de Horacio Quiroga

Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.

El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

—Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.

La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.

La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.

Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.

Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:

—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.

Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.

El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.

Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.

Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.

—¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.

—¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.

—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...

—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.

Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.

Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

jueves, 6 de agosto de 2009

67ª Historia Asesina – Minicuento 2

DSC02052—Ay, cada vez que te veo me derrito.
—Estúpido, eso es el sol. Y el calor.
—Ah, no seas así. ¿No ves que intento ser cursi?
—No me gusta. Me empalaga.
—Ah, porque sos muy dulce, tenés dulce de leche...
—No sé.
—Claro y como tengo yo tengo chocolate amargo, a mi no me molesta más dulzura...
—No sé. El calor me mata.
—Bueno, vos querías venir en verano. Yo te dije que es mejor venir en invierno.
—Bueno, pero en invierno no pasa nada...
—Entonces aguantate el calor, carajo.
—Bueno, ahí salió la parte del chocolate amargo... Ya te pusiste a pelear.
—No es el chocolate amargo, sos vos. Vos deberías ser la cubierta en chocolate amargo, no yo.
—Bla, bla...
—Es como yo digo, pasa que la vida es injusta.
—Ya empezaste a lloriquear. Siempre lo mismo con vos...

lunes, 20 de julio de 2009

66ª Historia Asesina - “La barrera”

Se cumplieron dos años de la muerte del gran escritor, humorista y dibujante Roberto Fontanarrosa. Como siempre acá lo homenajeamos a través de uno de sus cuentos.

Un paso más atrás. Dos más atrás. Tres. Ahí está bien. Ya está la barrera formada. Una baldosa más acá. Un momento. Ante todo, sacar las cosas del arco. Hay botellas debajo de la pileta. Ya la otra vez cagó una. Y dos sifones. El blindado no es nada, pero el otro puede reventar, y los sifones revientan y los pedacitos de vidrio saltan y se meten en los ojos de uno. Bien juntas las macetas de la barrera. El arquero muy nervioso. Miguel Tornino frente al balón. Atención. El rubio Miguel Tornino frente al balón. Una mano en la cintura. La otra también. La mano sacándose el pelo de la frente. La transpiración de la frente. De los ojos. Hay silencio en el estadio. Es la siesta. Hasta el Negro se ha quedado quieto. Resignado a ser simple espectador de ese tiro libre de carácter directo que ya tiene como seguro ejecutor a Miguel Tornino, que estudia con los ojos entrecerrados el ángulo de tiro, el hueco que le deja la barrera, la luz que atisba entre la pierna derecha del recio mediovolante de la visita y la pata de portland de la maceta grandota del culantrillo. Un solo grito en el estadio: Miguel, Miguel. El público de pie ante ésta, la última oportunidad del Racing Club cuando sólo faltan dos minutos para que finalice el match. Habrá que apurarse antes de que vuelva a adelantarse la barrera o el Negro insista en morder la pelota y hacerla cagar como el otro día que la pinchó el muy boludo. Sonó el silbato. Habrá que pegarle de chanfle interno. La cara interna del pie diestro de Miguel Tornino, el pibe de las inferiores debutante hoy le dará al balón casi de costado, tal vez de abajo, con no mucha fuerza pero sí con satánica precisión para que ese fulbo describa una rara comba sobre la cabeza de los asombrados defensores, sobre el despeinado pirincho del helecho de la segunda maceta y se cuele entre el travesaño, el poste, el postrer manotazo de la lata de aceite Cocinero que se ha lucido hasta el momento. ¡Tiró Tornino…! y… se hizo mimbre en el aire el arquero ante el latigazo insólito de curva inesperada y con la punta de los dos dedos allá voló la lata a la mierda, carajo que ladra el Negro, sí mamá… sí la guardo… está bien… pero mirá vos cómo la viene a sacar este guacho.

jueves, 2 de julio de 2009

65ª Historia Asesina - “Mediocridad”

“No quiero ser mediocre”, me dijo y le dio otra pitada a su cigarrillo. Yo lo miré y me siguió hablando. Antes de pronunciar esa frase, no había dicho nada, no habíamos estado hablando, estábamos callados, el puerta de entrada de mi casa, mirando el cielo y con un poco de frío. Sin embargo, su brazo que pasaba por detrás de mi cuello y me abrazaba me daba un poco de calor.

No quiero ser un mediocre”, volvió a repetir y yo le pregunté por qué decía eso. “No sé. Pero a veces me siento así, un mediocre. Alguien con un trabajo de mierda, que todavía no pudo terminar la secundaria, que lo único que tiene para ser feliz en la vida es un partido de fútbol por fin de semana y una novia que es menor que yo”. Enseguida me sentí ofendida, pero él pareció darse cuenta de eso y aclaró que no era despectivamente la manera en que lo había dicho, si no que le parecía poco eso.

Todo el mundo me dice que soy una persona divertida y por sobre todo, dura. Dicen que nadie me vio enojado o triste, y es cierto. Pero no es porque nunca esté triste o enojado, simplemente me gusta guardarme todos esos sentimientos”. Y era verdad, sólo una vez lo vi llorar y fue una vez que habíamos discutido tan fuertemente que me agarró de un brazo, me sacudió y me empujó. Enseguida cuando se dio cuenta de que me había hecho daño me suplicó de rodillas que lo perdonara, pero yo no le hablé por casi dos semanas. Ezequiel no era una persona sensible ni mucho menos. Era machista, fumaba, era muy alcohólico y las malas lenguas decían que en alguna época se drogaba, aunque yo nunca se lo pregunté porque pensé que sólo eran calumnias, aunque en el fondo sabía que era porque no quería confirmar aquél viejo rumor. A veces uno se quiere proteger de la realidad, ignorándola completamente.

¿Para qué venimos a este mundo? Para rompernos el orto estudiando para después conseguir un laburo en el que tenemos que rompernos el orto también para juntar plata y vivir y después tener una jubilación de mierda y morirte de viejo, cagado de hambre o cagado a golpes porque un chorro te saca la poca guita que ganás. Es una mierda, es un sistema de mierda este el de la vida, hay que romperse el orto para llegar más o menos bien al último día de tu vida”. Decía eso y yo pensaba que tenía razón. Era una adolescente muy influenciable, y si en ese momento él hubiera dicho que la tierra era el centro del sistema solar, a pesar de saber la teoría de Galileo de memoria, me lo hubiera creído completamente.

No cambia en nada que yo me muera ahora o dentro de cincuenta años. Porque al fin y al cabo si me muero ahora, me llorarán un poco, sí, y después seguirán todos con sus vidas y chau. Después todos esos que me lloraron se mueren y listo, ya está, desaparecí del planeta Tierra, como si yo nunca hubiera existido.” Su nihilismo me impresionaba y me aterraba a la vez pensar que lo que él decía fuera verdad. Por eso supongo que me empecinaba en pensar en el aquí y ahora, para no sentirme mal por el aparente sinsentido de la vida.

No pasaba muy seguido que él se pusiera en su etapa de filosofía barata pero sin zapatos de goma. Pero a mí me encantaba más que nada esa fase suya y lo admiraba. La diferencia de edad que teníamos hacía que él me parezca mucho más sabio que yo, y eso era porque creía que tenía más experiencia que yo, sólo porque había vivido seis años más que yo. Mucho tiempo después me di cuenta de que no era así, pero igual me gustó creerlo.

Y después se va el mundo al carajo, y listo. ¿Para qué mierda vinimos a este mundo? Si total la vida termina y todo termina… Al menos que sea verdad ese verso de paraíso y tenemos otra vida allá, pero entonces, ¿para qué mierda venimos al mundo? Para eso que nos manden allá de una. O suicidémosnos todos ahora”. A veces se iba a extremos impensados, pero me encantaba escucharlo. Cuando se le terminaba el cigarrillo, siempre terminaba diciendo lo mismo: “por eso no quiero ser mediocre. Para que me reconozca el mundo después cuando me muera. Igual también es al pedo porque si se acaba el mundo, no va a haber mundo que te pueda reconocer igual.”

En ese momento sentía muchas ganas de aferrarme a él, en parte porque quería que me besara y además que se callara y dejara ese nihilismo que me daba mucho miedo. Entonces lo besaba pensando en esas palabras horribles de que veníamos a vivir al pedo a este mundo, y pensaba que esa sería la última vez que lo besaría. Lo besaba tan apasionadamente que enseguida terminábamos encerrándonos en mi pieza con llave e intentando que mi vieja no se diera cuenta, nos desnudábamos y nos entregábamos el uno con el otro hasta agotarnos y terminar sudados, cansados pero también extasiados.

Entonces yo le decía que por lo menos en ese instante ambos teníamos un sentido en la vida, que era estar él uno con el otro. Cada vez que le decía eso, Ezequiel hacía lo mismo, me sonreía, me daba un beso en la frente, como si lo que hubiera dicho fuera una inocentada de niña chiquita, y me decía que tenía razón, aunque los dos sabíamos que mentía. Entonces se olvidaba de todo lo que decía antes, me contaba que el sábado jugaban contra los de Temperley, y que la vez pasada habían terminado recalientes por el empate sobre la ahora. Y después me decía que en el laburo lo seguían explotando, pero que el patrón se negaba a darle aumento y menos a blanquearlo. De repente se sumía en el mundo cotidiano y su nihilismo se iba por el caño. Sabía que a mí me daba miedo hablar de esas cosas, y yo creo que a él también y entonces se dejaba llevar.

A la noche, cuando se iba, y yo lo acompañaba a la parada del colectivo, se persignaba frente a una imagen de la Virgen María que estaba en una casa puesta en forma de santuario improvisado. Al final, sí, le daba miedo pensar en la muerte, a pesar de que siempre se lo veía tan despreocupado, tan rebelde y tan insensible. Supongo que eso nos pasa a todos, el miedo a lo desconocido, por eso nos da tanto miedo tanto vivir como morir, porque ambos son fenómenos desconocidos.

No voy a ser mediocre”, repetía como loro. Y eso significaba que el no quería ser mediocre y que él quería ser inmortal. Y entonces, yo le decía que no sería mediocre, para alentarlo. Aunque, por dentro, sentía que todos los éramos. Y como la muerte, no lo podemos evitar.

jueves, 18 de junio de 2009

64ª Historia Asesina - “Escritores de destinos”

—¿Y a qué te dedicás, David?
—Soy escritor.
—Ay, qué lindo. ¿En serio? ¿Y qué escribís?
—Destinos.
—¿Eh? ¿Destinos?
—Sí, destinos. Por ejemplo, si me tocara escribir el destino del mozo escribiría todo lo que hace, todos los días. Lo que yo escriba, es lo que va.
—¿Qué? ¿En serio?
—Sí. Exactamente.
—Pero… ¿Controlás las vidas de otros entonces?
—No, no. Hay un jefe de edición que te dice que lo va y lo que no va. No se puede escribir cualquier cosa. Te imaginás que si a mí se me ocurre escribir que un tipo va y mata a veinte personas, ¿va a pasar?
—Me imagino que no. Espero que no.
—Claro que no sucede. El editor se fija que lo que escribamos sea algo coherente y que no se vaya de lo normal.
—¿Y ahora, por ejemplo, la vida de quién estás escribiendo?
—Ah, de uno que está por nacer dentro de diez años.
—Ah, ¿con tanta anticipación se escribe?
—¡Ojalá! En realidad estoy muy atrasado… Recién llegué a la pubertad.
—¿Eh? ¿No es un buen avance eso?
—Para nada. Todo lo contrario. Yo tengo que escribir día por día toda la vida de la persona…
—¿Pero vos le hacés lo que querés?
—No, no. Nos dan el nombre de la persona y su libro de vida. En cada página escribo un día. La longitud de vida de esa persona está dada por el libro que nos den. Si nos dan un libro de 29556 páginas, esa persona vivirá hasta los 80 años y unos cuantos días más. Si nos dan un libro de 10 páginas, esa persona sólo vivirá diez días. Y así…
—O sea que vos no podés escribir que muere antes de que se acabe el libro.
—No. Si lo intentás y el editor no se da cuenta, esa persona sobrevivirá milagrosamente al accidente. Y obvio, ese escritor será despedido automáticamente.
—¿Ustedes escriben el destino de todas las personas?
—No, sólo tenemos la concesión en América y parte de Oceanía. Hay otras empresas que tienen la concesión de otras zonas. Igual a veces te puede tocar un libro de alguien que no esté en tu área de concesión.
—¿Y quién es la persona de la cual estás escribiendo el destino?
—No sé. Por lo que voy, este tipo va a tener una vida normal. Pero va a morir más o menos joven.
—¿Tiene pocas hojas su libro?
—Sí. Pobre para él, pero bueno.
—¿Y el destino lo elegís vos?
—No, nos dan una estructura que respetar por cada vida que escribimos. Pero si no nos vamos de esos detalles podemos escribir lo que queramos. Este que estoy escribiendo ahora le gusta jugar a la pelota, pero va a tener un accidente jugando a la pelota. Pero no aclara qué accidente va a tener, o sea que si quiero, yo puedo elegir entre lesionarlo para que no pueda jugar nunca más. O podría elegir que se rompa la nariz, pero que después de una rehabilitación siga jugando lo más normal.
—¿Y vos?
—Nah, le voy a romper la nariz. Pero si el escritor es un hijo de puta, y que los hay, tranquilamente podría escribir eso.
—Ay, qué feo.
—Sí, desgraciadamente, sí.
—¿Pero qué tipo de instrucciones les dan a ustedes?
—Las más importantes: dónde y cuándo nace, dónde muere, para qué fin viene al mundo, son los más comunes. A veces te pueden aclarar enfermedades congénitas, ciertas personas con las que debe relacionarse si o sí, cosas que debe hacer para la humanidad. A mí, por ejemplo me tocó escribir el destino de uno que inventó no sé qué cosa. No me acuerdo el nombre y era de otro país así que dudo que sepa qué cosa inventó. A veces es mejor no acordarse tampoco de todo lo que escribís, porque te mata la cabeza.
—Qué loco.
—Es loco, sí. Cuando te enterás de que tu destino está escrito es shockeante. Pero te acostumbrás, porque de todas maneras no lo conozco. Pero sé que si algo pasa, es por el destino.
—¿Y nunca pasó que algo no sucedió como estaba pautado en lo que escribieron?
—Ah, sí. Por supuesto, no somos infalibles. A veces si te llegás a olvidar una tilde, una palabra mal escrita, lo que quisiste escribir se va al carajo. Hay una memorable donde un tipo que estaba destinado a enamorarse de chicas llamadas “Flor” de nombre, paso a enamorarse de las flores plantas porque el boludo del escritor no le puso mayúscula. Y quedó así, el tipo padeció de antolagnia y se excitaba al oler flores.
—Ay, Dios… Jajaja... Qué loco.
—Sí, suelen suceder esos errores.
—Che, esperá… ¿O sea que mi destino también está escrito?
—Seguramente. Ya están escritos cada uno de tus pasos y movimientos.
—¿Vos…? ¿No habrás escrito mi destino?
—No. Los escritores de destinos están destinados a no escribir destinos de gente que conocen.
—Claro, así vos también evitás conocer a quien escribe tu destino. Pará. Entonces, si escriben destinos de personas que aún no nacieron, entonces ustedes mismos pueden destinar a quiénes serán sus empleados, y todo eso.
—Exacto.
—¿Y es así cómo así?
—No, no. Escribimos destinos con perfiles acordes a personas que puedan trabajar de esto.
—¿Y vos?
—Y a mí me destinaron a este empleo porque siempre tuve una gran crisis existencial de saber cuál era mi lugar en el mundo… Siempre quise saber si existía mi destino, y como descubrí que existe un destino, y encontré mi lugar en el mundo. Entonces ahí me contrataron. Bueh, más bien me hicieron ser así para que me contraten.
—¿Y los editores?
—Ah, ellos también tienen la vida definida y lo saben.
—¿Pero ellos no ven todos los destinos?
—Por eso es que a veces llegan destinos de otros lugares. Para evitar que supervisen su propio destino. La primera regla de los libros del destino es que la persona está destinada a no saber su destino. Y siempre se cumple. Aunque bueno, con nuestra experiencia en el ramo, a veces podemos suponer qué cosas pueden suceder en nuestras vidas o no.
—¿Por ejemplo?
—Y, que yo te haya contado todo esto, quiere decir que entre nosotros va a haber un vínculo muy fuerte.
—¿Por qué?
—Porque cuando un escritor de destinos cuenta su labor, es porque esa persona seguramente será alguien importante en su vida y entonces esa persona debe saberlo.
—¿En serio? Pero David, nos conocemos hace poquito.
—Y bueno, Luciana… Pero así es el destino.

sábado, 13 de junio de 2009

63ª Historia Asesina - “Día y noche”

Escribía por las noches porque era la hora de la tranquilidad. El chirrido de la silla era más poderoso. El tic-tac del reloj parecía una pequeña canción que sonaba solo cuando el sol se ponía y la gente se iba a la cama. Las teclas eran toda una batucada que despertaría a cualquier animal de su hibernación invernal. Hasta parpadear parecía que era más ruidoso. El gato acostado sobre su cama hacía ruido cuando se estiraba para cambiar su posición y seguir durmiendo. Por fuera, el ladrido de los perros desesperaba a algunos. El ruido de un auto parecía sonar como si una guerra estaría ocurriendo ahí afuera. La oscuridad disminuía la visión, pero aumentaba el sentido de la audición.

De noche se notaba más la soledad. Estaba más frío, pero a la vez más triste. Se daba cuenta de su pequeñez y su infinidad, de que todo carecía de sentido, a pesar de que al otro día olvidaría todo eso e insultaría a los cuatro vientos el haber quedarse dormido por quedarse escribiendo filosofía barata en un blog que a nadie realmente le importaba. Había recordado que se le escaparon un par de lágrimas al pensar en el miedo a la muerte, a la muerte de sus seres queridos, y después, yendo a más extremo de los extremos, en el fin del mundo y de la raza humana. Al día siguiente, después de un sueño reparador, se sintió un estúpido por haber llorado la noche anterior. No tenía que haberlo hecho, lo que pasaba era que estaba muy sensible.

De día se contradecía. Ignoraba a todo el mundo y pretendía que no había nada más importante que trabajar para ganarse su sueldo, pagar las cuotas que le faltaban para terminar de pagar el auto y estirar a fin de mes. Puteaba cuando oía hablar de la presidente o de alguno de los miembros de su séquito. Se indignaba al enterarse de que alguien había sido asesinado por un pancho y una coca. Sabía que en ese país no se podía vivir y que estaba lleno de pobres y de vagos que no querían laburar y que por eso estaban donde estaban. El gato le rompía las bolas, le pedía de comer y quería que le acaricie el lomo, y para ello se subía a su regazo, aunque él enseguida lo echaba. Tenía muchos amigos en su trabajo, y los jueves siempre se juntaban para ir a jugar a la pelota en la canchita del gimnasio que estaba en la calle San Martín, ahí nomás de la peatonal Florida. Después tomaban algo y organizaban asados que nunca se concretaban. Pero había amigos y mucha camaradería.

Pero la noche lo cambiaba. Cuando volvía en el Sarmiento a casa, se compadecía de los pibes que pedían monedas y les tiraba unos mangos. Se había amigado con cartonero que viajaba en el tren de las 23:25 con él y a veces le compraba un pancho y una coca, como para ayudarlo. Se sentía solo cuando llegaba a casa. Pensaba en ella, en ese amor imposible, y se ponía a escribirle poemas y cuentos de amor con faltas de ortografía y de gramática. Se acostaba tarde y el gato le hacía compañía en la cama. Él lo acariciaba, mientras el felino ronroneaba y entonces hasta le daba besos en la cabeza. A veces de tan triste que estaba lloraba un poco por las noches, pero después se le pasaba.

El día lo convertía en una cosa. Y la noche en otra. Una noche se preguntó quién era él de los dos, pero no se supo responder. De día no tenía tiempo para esos interrogantes, ni para escuchar al reloj, a la silla que rechinaba o a las teclas del teclado. No tenía tiempo para nada, pero de noche el tiempo no existía para él. Tan poco tiempo tenía que no sabía si era feliz o no haciendo lo que hacía. Y de noche se daba cuenta de que no era feliz para nada.

Una noche, cuando volvía a casa, le preguntó a su amigo el cartonero si el era feliz. El cartonero no le supo responder, pero sí le dijo que preferiría mil veces estar en el lugar que estaba él, que hacer lo que hacía.

En una ocasión, le tocó hacer turno noche en el trabajo. Viajo sintiéndose raro a las seis de la tarde, y cuando llegó al trabajo, era él, el de la noche. Sus compañeros lo notaron raro, inusual, porque no eran aquel que habían conocido. Este era más blando, más flexibles y mucho más callado. Si por algo era conocido, era por ser un charlatán y tener millones de anécdotas, aunque de ese millón, quinientas mil eran totalmente falsas. Recordó a su amor imposible, una mujer que vivía en los alrededores, pero que un día se fue a vivir al mar y que nunca regresaría. Tanto tiempo perdió recordando que hizo mal su trabajo y su jefe se calentó con él, lo cagó a puteadas y estuvo a punto de echarlo, pero se contuvo. Él se sintió más solo que nunca que cuando volvió a casa para descansar, en su lugar, se suicidó o lo mataron.

A la mañana siguiente, ya había olvidado todo vestigio de sentimentalismo. Abrió la carpeta donde guardaba los escritos que se dedicaba a publicar en su ignoto blog y eliminó todo, incluso al blog. Regaló al gato a una sobrina suya. Tiró el reloj a la basura y se compró uno digital totalmente silencioso.

Se convirtió sólo en día. En un empleado eficiente, soltero, incapaz de sentir amor alguno. Las noches solo eran para dormir. Apenas veía un rayo de luz, se despertaba, y cuando ya no había luz natural se dormía. Era un vampiro a la inversa. No podía soportar la luz negra de la noche. Olvidó cómo era la luna y las estrellas y nunca más apretó una tecla para otra cosa que no sea la planilla de llegada a trabajar. Y así, poco a poco, se dejó absorber por la vida cotidiana.

Se había convertido en un simple robot que hacía lo que le pedían. Enseguida pudo terminar de pagar el auto, lo vendió y se compró uno nuevo en más cuotas. Hacía más horas extras para ganar más dinero. Su amor imposible se casó con otro y se separó. Pero no le importó para nada.

Cuando se dio cuenta, ya todo se le había ido de las manos. Un chirrido le atravesaba la cabeza de sólo pensar qué había sido de su vida. El chirrido se hacía más potente, lo aturdía más hasta que de un sobresalto me levanté y vi que todo era un sueño. Que en realidad estaba escribiendo algo y me quedé dormido sobre el teclado. Que aun era yo, que el gato aún estaba conmigo, que aun seguía queriendo a esa mujer que vivía en el mar. Que el reloj aún hacía ruido y que yo nunca había tenido un trabajo o me había comprado un auto. Tenía doce años, todo había sido un horrible sueño que demostraba que yo tenía miedo de crecer. Hoy a los diecinueve volví a tener ese mismo sueño, la horrible fantasía de crecer, de meterme en este mundo gigante, injusto, imposible y peligroso.

Pero ya no tengo doce años. Aunque, el miedo de crecer siempre está latiendo. Y el miedo al día también.

lunes, 8 de junio de 2009

62ª Historia Asesina - “Tic-tac”

Tic.

Un segundo se me acaba de ir de las manos.

Tac.

Un constante sonido que se lleva de a pequeños tantos mi vida.

Tic.

Pero tan de a poco se lleva mi vida que apenas lo siento.

Tac.

Afuera el frío de la noche y la niebla ocultan la oscuridad. Pero un corajudo señor saca a su perro a que haga sus necesidades y se saca a sí mismo para satisfacer sus necesidades de respirar aire fresco pero húmedo.

Tic.

El sonido me irrita.

Tac.

Afuera el señor suspira para emitir vapor caliente por su boca se esfuma rápidamente para convertirse en parte de la niebla presente. El perro huele un árbol y levanta la pata.

Tic.

Pienso en la vida, la muerte, la soledad, el frío, el amor, el odio, la amistad, el pasado, el presente, el futuro.

Tac.

El hombre se sacude las manos y le grite a su perro Barrabás que es hora de volver a casa.

Tic.

Apago la luz, levanto las sábanas y frazadas, me pongo debajo de ellas. Me acurruco, suspiro pienso un poco más en todo eso y cierro los ojos.

Tac.

El señor abre la puerta de la casa y se va a acostar. Igual que yo escucha el reloj de pared de la habitación que le quita segundos de las manos.

Tic.

Cuento cuarenta y siete o cuarenta y ocho tic-tacs. Me duermo.

Tac.

El hombre se acuesta a dormir.

Tic.

Se me va de las mandos otro segundo.

Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac. Tic. Tac…

domingo, 24 de mayo de 2009

61ª Historia Asesina - “El exorcismo que no fue”

A las 10:30 de la mañana había acordado la entrevista con el señor Ludovico Almaraz en un café de la zona. Cuando llegué ahí estaba, tomando un cortado y fumándose un cigarrillo mientras hojeaba el diario del día. Me acerco y lo saludo cordialmente y apaga el cigarro. Después de charlar un poco sobre el clima, saco el grabador y comenzamos la entrevista. Charlamos un poco de fútbol y le menciono la fuerte patada que le propinó el jugador de Boca, Gutiérrez, a Arboleda de Racing. Le preguntó si lo vio y me dice: “no, no lo vi, seguí el partido por radio” con mucho énfasis en decir que no vio siquiera las repeticiones que pasaron por la televisión.

Un poco sorprendido, prendo el grabador y comienzo con la entrevista. 

—Digame señor Almaraz, ¿cómo se encuentra su esposa al día de hoy?
—Bien. Cómo siempre. A esta hora ya habrá salido a comprar las cosas para hacer la comida ahora a la tarde.

La esposa del señor Almaraz no es nada más ni nada menos que Cristina Airola, quien en su infancia fue conocida por todo el país por su caso de posesión demoníaca que fue seguido por los medios durante el año 87, por los programas sensacionalistas del momento.

—¿Cómo conoció usted a Cristina?
—La conocí a los dieciocho años, en un baile de la primavera que se había organizado en el barrio. Ahí empezamos a salir juntos y con el paso del tiempo, nos comprometimos y nos casamos.
—¿Usted sabía que esa chica con quien usted salía era la chica que a sus doce años había sido posesionada por el mismo demonio?
—La verdad es que no tenía la más mínima idea de quién era ella. Cuando la noticia fue sensación, yo tenía la misma edad de ella y la verdad es que no le daba mucha bola a las noticias. Tiempo después me lo contaron, pero la verdad es que no me hacía mucha diferencia y no me importó.
—¿Pero ella se lo había dicho?
—No, no. No había mencionado el tema nunca.
—¿Y a usted no le había resonado aunque sea su nombre?
—No. Bueno sí me resonaba, pero como vivíamos en el mismo barrio, digamos que no lo tomé como algo raro, quizás la había escuchado nombrar por tercero, quién sabe.
—Entiendo. ¿Y qué sucedió cuándo se lo confesó?
—Bueno, en realidad nunca me lo confesó. Bueno, en realidad me lo confesó porque era demasiado obvio. Una tarde estábamos sentados mirando en la tele un informe justamente sobre el caso de exorcismo y todas las repercusiones que se habían generado. Cuando veo a Cristina en la televisión, pataleando, gritando incongruencias, me hice el desentendido y le grito: “pero Cristina, ¡esa sos vos!”.
—Y ahí no le quedó más opción que hablar…
—Por supuesto.
—¿Y qué sintió al saber que su esposa, la madre de sus hijos, había sido poseída por el demonio? ¿Tuvo miedo?
—Mirá, sinceramente no creía demasiado en exorcismo y esas pavadas. Y más después de todo lo que ella me contó.
—¿Qué le contó que le hizo creer menos en los exorcismos?
—Que todo era una farsa.
—¿Cómo que todo era una farsa?
—Sí, como oye señor. Quiero que todo el mundo lo sepa. Ella no se lo anima a decir, porque no le gusta exponerse ante los medios desde entonces. Pero yo sí lo voy a decir. ¡Fue todo una farsa!

Atónito quedé al escuchar las declaraciones. El señor Almaraz había contestado todas las preguntas de una manera muy tranquila, pero cuando empezó a redactar su denuncia, casi gritaba para explicarse.

—¿Está seguro de eso?
—Por supuesto que sí. La madre de Cristina trabajaba en el canal Teve3 limpiando. Un día los productores de un programa necesitaba poner algo que llamara mucho la atención del público, para poder aumentar el rating del programa. Entonces se le ocurrió la idea de recrear en nuestro país, una historia similar a la película tan famosa, El Exorcista. Necesitaban a una chica joven de unos doce años y ahí es donde apareció Cristina.
—¿Cómo fue el acuerdo?
—Cristina se prestaría durante 3 meses a que le hagan grabaciones de la supuesta posesión, móviles, visitas, todo, todo estuvo planeado. Fue todo un gran montaje que la gente compró.
—¿Y usted cómo sabe todo eso?
—La propia Cristina me lo contó. El canal le pagó mucho dinero a la mamá de Cristina primero para prestarse a la farsa y luego para que se calle la boca.
—¿Hay alguna prueba de esto?
—Lamentablemente no. Justamente cuando se efectúa el pago, el canal decide destruir toda evidencia del montaje. Así todo parece real. Pero Cristina me cuenta cómo es que le hicieron hacer todos los efectos. Por ejemplo, lo que escupía era sopa de arvejas por un canito que le ponían. Hay un video, que es el más famoso donde Cristina grita “¡luften, luften!”. ¿Sabés qué es eso? La abuela de Cristina es alemana así que ella sabía palabras en ese idioma, lo que gritaba Cristina era lüften que significa “ventilador” en alemán.
—¿No tiene ninguna relación con Lucifer entonces ese mensaje?
—¡Qué va a tener! Los únicos demonios son los que inventaron todo esto. Mirá, pobre Cristina se cambió el nombre por culpa de eso. Ahora yo le digo Cristina pero en el barrio y en su trabajo se la conoce con otro nombre. En casa sí le digo Cristina, pero afuera no, no. Imaginate que quedó marcada para siempre, pobre.
—¿Y usted cómo se siente después de todo esto?
—¿Y cómo me voy a sentir? ¡Indignado me siento! No puede ser que por unos puntos de rating de más en el bolsillo un montón de gente se preste a crear estas paparruchadas para que el público se lo crea. La verdad me siento defraudado, pero a la vez hace que mire la tele siempre desconfiando de todo, así no me creo todo lo que pasan.
—Muchas gracias por la entrevista, señor Almaraz.
—De nada, pibe.

Cuando me levantó veo que en la tele del bar están anunciando una noticia de último momento. Veo que todos en el bar están mirando atentamente lo que dice el periodista en la pantalla. En cambio, Don Ludovico Almaraz, que está de espaldas a la caja boba, se prende otro cigarrillo, y con un lápiz se dedica al crucigrama de la última página.

Ahora entiendo porque no vio el partido el señor Ludovico.

Francisco Martínez, para el periódico Trompeta de Argentina

sábado, 16 de mayo de 2009

“Historias Asesinas para Matar el Tiempo” – Asesinato número 60

En los confines de la eternidad, oculto entre mitos y leyendas, Cronos descansaba entre el olvido y la desidia de ser un simple dios descartado y en el que ya nadie tenía fe, pero que aún así, tenía en sus manos a los humanos que vivían bajo su influencia. Pero hubo una ocasión, un instante en que el dios volteó su cabeza y cuando volteó, vio lo que menos lo esperaba: notó que los seres humanos se habían extinguido. Se levantó de su asiento sorprendido y vio al mundo apagado, frío. El alguna vez radiante sol estaba apagado y había reventado en miles de esquirlas de hielo que flotaban en alguna parte de lo que alguna vez se había llamado Sistema Solar.

El mundo lucía frío y sus capas azules se tornaron blancas y frías. Había vida en pequeños microorganismos anaeróbicos que luchaban contra el frío, pero que no necesitaban de luz para alimentarse. Estas pequeñas formas de vida luchaban unas contra otras para tomar el dominio que el animal inteligente llamado humano había tenido sobre esa bola de hielo que alguna vez se llamo Tierra, Earth, Erde, Terre, Terra, Aarde, Aka pacha, Zemlja y otras idiomas que Cronos ya no recordaba. Cronos sabía que se había acabado todo. Hasta el mismo, porque el tiempo ya no existía, porque no había seres humanos que tuvieran tiempo. Quien le había dado vida había sido la raza humana.

Sin raza humana a quien poner bajo su influencia, Cronos vagó por el Universo en busca de un nuevo mundo que necesitara al tiempo. Buscó en miles de planetas, de galaxias, en nuevas formas de vida de otros lugares, pero parece que ya nadie necesitaba del tiempo. Que él ya era inútil en el Universo. Entonces regresó abatido a donde alguna vez hubieron seres que le dieron la importancia de ser más importante que el mismo Dios supremo que los había creado. El dios del tiempo decidió a él recurrir, al ser que todo lo había creado, para pedirle una nueva misión en el Universo para poner fin a su inutilidad. El Dios supremo que era bondadoso y perfecto, entendió la situación del tiempo y le dijo que sólo había una solución.

Le dijo que la única salida era morir él también y que ahí encontraría a las almas de los humanos que ya no estaban en ese mundo y en ese Universo. Pero él no podía morir. Había nacido inmortal, porque él era quien se encargaba de matar a las cosas cuando el quería, en el instante en que su reloj quisiera. No podía elegir el momento de su propia muerte, no podía suicidarse.

Pero el Dios supremo le hizo ver su error. Porque existía la eternidad, que lo superaba a él. El tiempo no podía superar a la eternidad, porque la eternidad duraría para siempre y el tiempo no es eterno, porque si así fuera los humanos y el sol aún existirían en el Universo. Además, dijo el Dios supremo, los humanos se han jurado amor para toda la eternidad. Que ellos ya no estén físicamente en este Universo no quiere decir que no estén sus sentimientos. Muchos han jurado amor, amistad, promesas, odios y rivalidades por el resto de la eternidad. Tu tarea, tiempo, no sólo ha sido dominarlos, también ha sido darles la capacidad de tener algo más allá de cuando el tiempo se les termine.

Ahí Cronos comprendió que su destino también era la muerte. Los sentimientos de los seres humanos estaban todos guardados en un libro de páginas infinitas, todos aquellos sentimientos que prometieron eternidad, estaban entre las hojas de aquel libro. Esa sería su muerte, le dijo el Dios supremo y comenzó a leer las páginas de aquel libro. Entre las páginas encontró millones de historias de seres humanos que revivían en aquel momento en que el Dios supremo los evocaba con su divina lectura y que superaron la muerte que les dio Cronos.

Cada historia hablaba de eternidad, de superar las barreras del tiempo y de la vida como la conocían. Cada mención de infinitud fue degradando al pobre Cronos, quien de a poco se fue sumiendo en la agonía. Antes de morir, Cronos le preguntó al Dios supremo por qué le había dado esa tarea y ese destino final. El Dios supremo respondió que a él también le tocaba el destino del resto de los humanos ya que al pertenecer a su raza tendría que también tener su destino y merecido descanso. Entonces Cronos respondió que estaba feliz por el papel que le había sido dado y que le estaría eternamente agradecido por estar a su lado. El Dios supremo sonrió, terminó de leer una de las tantas historias asesinas y en ese último instante, el tiempo murió.

El Dios supremo anotó en su libro infinito que llamó “Las historias asesinas que mataron al tiempo”, la nueva historia de Cronos, agradecido eternamente por su nueva tarea. Satisfecho por lo que había hecho, el Dios supremo dejó la pluma en su escritorio y se puso a leer un capítulo al azar. Este contaba de la historia de unos seres que habitaron un planeta llamado Tierra. Y en aquel momento, leídos por la lengua divina del Dios, todos revivieron una vez más, el Tiempo, los seres humanos, el Sol, y el planeta en el que habitaban.

“Esta vez voy a hacer unos cambios en el argumento”, dijo.

Y empezó una vez más a leer su libro favorito.

jueves, 14 de mayo de 2009

59ª Historia Asesina - “Negación”

Me negás, lo sé. Sé que me negás a cada minuto, a cada segundo. Me negás como Pedro negó a Jesús tres veces antes de que cantara el gallo una o dos veces, eso no importa. Lo que importa es que me negás, cuando dentro tuyo, en el fondo, ahí donde sólo vos y dos o tres personas han llegado; sabés que en realidad creés en mí todavía y me tenés presente.

Esa máscara de la negación es tu miedo, tu temor a estar enamorado nuevamente. Por eso negás la existencia del amor, repulsás cada hecho o elemento que te haga recordar que yo aún existo.

Me negás, a mí, a el amor, que tanta felicidad te di cuando estuve cerca tuyo. Y ahora, por un pequeño error que cometí. Por una falencia, me negás, me recluís, me dejas tirado en el fondo de los cajones, pero vos sabés que ahí estoy latiendo, como un corazón delator. Pretendés ignorarme, pero podés oír los latidos que acusan mi presencia dentro tuyo.

Es cierto, sé que ese error te hizo sufrir mucho y pido disculpas. Dame una segunda chance, como este sentimiento desquiciado, ciego y modesto que soy. Estoy seguro que te haré feliz de vuelta, que sonreirás de par en par, que encontrarás una boca que besar, un ojos en que perderte, un cuerpo para desahogar la pulsión de la carne. Puedo darte eso y más. Te haré sentir capaz de mover montañas, aunque tu cuerpo no pueda jamás hacerlo. Te haré más paciente, más tolerante, quizás un poco más idiota, es cierto, pero serás un poco más feliz.

Dejá de negarme y te juro que haré todo eso y más. Te haré sentir el ser más feliz del mundo, y aunque eso sea imposible, te lo vas a creer de todas formas.

Liberame de acá, de esta negación. Yo, el amor, te haré feliz. Sólo dame una segunda oportunidad. Mejor dicho, date una segunda oportunidad de amar. Te lo ruego, no te decepcionarás.

De todas formas, aunque no quieras liberarme, verás que algún día yo sólo romperé las cadenas. En el momento en el que menos lo esperes, no habrán candados que puedan pararme y cuando te des cuenta, será demasiado tarde. Yo sólo te advierto, tené cuidado.

Simplemente, quiero hacerte las cosas, un poco más fácil. Nada más.

Ahora, queda el resto en vos. Fijate.

lunes, 4 de mayo de 2009

58ª Historia Asesina - “Los Pinos”

—Yo quiero tener mucha guita e irme de este barrio —decía Iván—. Acá no se puede progresar, es todo campo, pinos nomás hay. Y a vos Carlitos, ¿qué te gustaría tener?
—No sé. Una casa, un buen laburo, una esposa y una familia. Con eso me basta. Con eso sería feliz.
—Qué cursi —dijo Iván.
—Es un buen proyecto —dije—. Capaz que algún día todo esto crezca.
—Sí, puede ser. Bueno, muchachos, me voy a casa —dijo Carlitos.
Se puso la campera y todo transpirado después del picado de fútbol que jugaron se fue. Iván y yo nos lo quedamos mirando y también nos fuimos a casa. Fuimos los últimos en irnos de la cancha, porque nos había quedado a tomar algo después del partido en el que Carlitos había metido tres goles que nos dieron la victoria contra los del Barrio Los Manzanos.

—Che, ¿dónde vive Carlitos? —le pregunté a Iván.
—Ni idea la verdad.
—¿Nunca le preguntaste?
—Y… No, nunca le pregunté. Por el lado de Los Pinos, me dijo una vez, pero la verdad es que nunca fui a la casa ni nada.
—Entiendo.

Seguimos caminando y agarramos por la calle 5. Yo vivía a un par de cuadras de ahí por la calle 124 que la cortaba. Iván era mi vecino del frente. Cuando íbamos por la 5, pasamos por la casa de los Zurita y se escuchaba música desde adentro.

—Uh, si hay música en lo de los Zurita, quiere decir que hoy hay quilombo —dijo Iván sonriendo.

Era casi un hecho, como bien decía Iván. La casa de los Zurita era el lugar de encuentro de los jóvenes del barrio. Eran una familia pobre y muy numerosa. La dueña de casa, viuda y con doce hijos era una señora muy religiosa y cerrada. Sus hijos, jóvenes y rebeldes sin embargo les gustaba el jolgorio. Los fines de semana se armaban peñas en el gran terreno de junto que no pertenecía a nadie, o pertenecía a la municipalidad de Berazategui, pero nadie reclamaba nada.

Esa noche ahí estábamos todos. Carlitos apareció por ahí, cambiado de ropa, pero por alguna razón aún conservaba la transpiración del partido de la tarde. Sin embargo a él parecía no importarle y a el resto tampoco.

Sacamos a bailar a las chicas, al paso de las canciones de moda. Carlitos, con su personalidad carismática bailó con una de las hijas de doña Zurita, quien parecía muy interesado en él.

A las doce de la noche se apagó la música y las luces, y todos volvieron a casa. Me había quedado con la duda de dónde vivía Carlitos. Nunca había visto su casa, ni tampoco sabía si tenía familiares, alguien quien se ocupe de él. A la escuela no iba, y él decía que había hecho hasta 1º superior. Sé que trabajaba de asistente en un almacén y que a veces hacía changas de albañil cada tanto.

Pero nunca había visto su casa. Entonces cuando nos íbamos, lo encaré y le pregunté:

—Che, Carlitos, ¿vos dónde vivís?
—Por ahí —me dijo señalando un punto impreciso—. Cerca de Los Pinos.

Los pinos era una parte donde no había más que desolación y pinos, por supuesto. Había pocas cosas, es cierto. Pero más que nada no había nada, valga la redundancia. Por ahí era donde jugábamos al fútbol y les ganábamos a los del Barrio de Los Manzanos, que estaba cruzando la calle 7.

—¿Querés que te acompañe? —le dije, para tratar de sacarme la duda.
—¿Para qué? Si a vos te queda a contramano.
—No, digo, si no querías ir solo.
—¿Qué me va a pasar? Dejate de joder, Cacho.

Pegó la media vuelta y se fue, como medio indignado por mi proposición. Iván andaba por ahí y lo agarré de prepo. “Vení, seguime pero no hagas ruido”, le dije.

En esa época el barrio no tenía ningún tipo de alumbrado público. Entonces fue muy fácil seguirlo entre las penumbras. Yo creo también que él nunca hubiera pensado que lo íbamos a seguir. De todas formas, fuimos con mucho cuidado.

Llegó a donde estaban los pinos. Se acercó a uno y de una rama sacó un bolso donde llevaba cosas. Se quito el sacó y la camisa que tenía puesta y se puso otra ropa, un buzo, o algo que no pudimos diferenciar bien. Acomodó el bolso al lado del árbol, luego se hizo a un lado y se acostó.

Esa era su casa y su cama. Los pinos eran su lugar de refugio. Carlitos no tenía cama ni casa, y probablemente tampoco familia.

Le conté a mi viejo lo sucedido y enseguida lo fue a buscar al pinar. Le dijo a un totalmente sorprendido Carlitos que se levantara y que se venga con nosotros a dormir a una cama de verdad, a una casa de verdad. Sin musitar, se levantó y se vino a vivir con nosotros.

Ahí nos contó que su madre había venido de Entre Ríos a probar suerte. Pero luego se volvió a su provincia, pero él no fue porque no tenía para pagarle el pasaje. Entonces se quedó a vivir con su hermano que ya se había establecido en la zona. Pero su cuñada no quería que esté ahí y lo echó de la casa. Desde entonces había estado en el pinar y tratando de vivir como pudo.

Pobre Carlitos. Pero ahora lo veo tan apegado a sus hijos y a sus nietos. Al final se casó con la hija de doña Zurita. Se compró la casa, y tuvo su familia como quiso. Después de aquél tiempo que sufrió cuando joven que entiendo el por qué de ese cariño para con su familia. Supongo que no querrá que a ellos les falte el techo o las ganas de soñar. Aunque ahora que lo pienso, las ganas de soñar y de progresar, nunca le faltaron.

lunes, 27 de abril de 2009

57ª Historia Asesina - “El jardín de senderos que se bifurcan”

Durante la vida, siempre se presentan situaciones en las que pensamos, “qué hubiera pasado si…”. El jardín de senderos que se bifurcan, cuento escrito por Jorge Luis Borges, muestra ese laberinto secreto en el cual distintas historias podrían suceder en paralelo, en una estoy escribiendo, pero en la otra estoy en otro lugar, dando lugar a miles de infinitas posibilidades. Sin más, los dejo con este grandioso cuento.

El jardín de los senderos que se bifurcan”, por Jorge Luis Borges

A Victoria Ocampo

En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
         “... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre.Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en mucho (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
         Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
         De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
         Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert?. Sin aguardar contestación, otro dijo: La case queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes , olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
         Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
         —Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
         Reconocí el nombre de uno e nuestros cónsules y repetí desconcertado:
         —¿El jardín?
         —El jardín de los senderos que se bifurcan-
         Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
         —El jardín e mi antepasado Ts'ui Pên.
         —¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
         El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador e la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...
         Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
         Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
         —Asombroso destino el de Ts'ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
         —Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliqué— seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorio. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
         —Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
         —¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
         —Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
         Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
         —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado.Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
         Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de un desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo en admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.
         Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
         — No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
         Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
         —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
         Reflexioné un momento y repuse:
         —La palabra ajedrez.
         —Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el espacio; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia:El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
         —En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
         —No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
         Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
         —El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
         Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
         Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.

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[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)

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