domingo, 24 de mayo de 2009

61ª Historia Asesina - “El exorcismo que no fue”

A las 10:30 de la mañana había acordado la entrevista con el señor Ludovico Almaraz en un café de la zona. Cuando llegué ahí estaba, tomando un cortado y fumándose un cigarrillo mientras hojeaba el diario del día. Me acerco y lo saludo cordialmente y apaga el cigarro. Después de charlar un poco sobre el clima, saco el grabador y comenzamos la entrevista. Charlamos un poco de fútbol y le menciono la fuerte patada que le propinó el jugador de Boca, Gutiérrez, a Arboleda de Racing. Le preguntó si lo vio y me dice: “no, no lo vi, seguí el partido por radio” con mucho énfasis en decir que no vio siquiera las repeticiones que pasaron por la televisión.

Un poco sorprendido, prendo el grabador y comienzo con la entrevista. 

—Digame señor Almaraz, ¿cómo se encuentra su esposa al día de hoy?
—Bien. Cómo siempre. A esta hora ya habrá salido a comprar las cosas para hacer la comida ahora a la tarde.

La esposa del señor Almaraz no es nada más ni nada menos que Cristina Airola, quien en su infancia fue conocida por todo el país por su caso de posesión demoníaca que fue seguido por los medios durante el año 87, por los programas sensacionalistas del momento.

—¿Cómo conoció usted a Cristina?
—La conocí a los dieciocho años, en un baile de la primavera que se había organizado en el barrio. Ahí empezamos a salir juntos y con el paso del tiempo, nos comprometimos y nos casamos.
—¿Usted sabía que esa chica con quien usted salía era la chica que a sus doce años había sido posesionada por el mismo demonio?
—La verdad es que no tenía la más mínima idea de quién era ella. Cuando la noticia fue sensación, yo tenía la misma edad de ella y la verdad es que no le daba mucha bola a las noticias. Tiempo después me lo contaron, pero la verdad es que no me hacía mucha diferencia y no me importó.
—¿Pero ella se lo había dicho?
—No, no. No había mencionado el tema nunca.
—¿Y a usted no le había resonado aunque sea su nombre?
—No. Bueno sí me resonaba, pero como vivíamos en el mismo barrio, digamos que no lo tomé como algo raro, quizás la había escuchado nombrar por tercero, quién sabe.
—Entiendo. ¿Y qué sucedió cuándo se lo confesó?
—Bueno, en realidad nunca me lo confesó. Bueno, en realidad me lo confesó porque era demasiado obvio. Una tarde estábamos sentados mirando en la tele un informe justamente sobre el caso de exorcismo y todas las repercusiones que se habían generado. Cuando veo a Cristina en la televisión, pataleando, gritando incongruencias, me hice el desentendido y le grito: “pero Cristina, ¡esa sos vos!”.
—Y ahí no le quedó más opción que hablar…
—Por supuesto.
—¿Y qué sintió al saber que su esposa, la madre de sus hijos, había sido poseída por el demonio? ¿Tuvo miedo?
—Mirá, sinceramente no creía demasiado en exorcismo y esas pavadas. Y más después de todo lo que ella me contó.
—¿Qué le contó que le hizo creer menos en los exorcismos?
—Que todo era una farsa.
—¿Cómo que todo era una farsa?
—Sí, como oye señor. Quiero que todo el mundo lo sepa. Ella no se lo anima a decir, porque no le gusta exponerse ante los medios desde entonces. Pero yo sí lo voy a decir. ¡Fue todo una farsa!

Atónito quedé al escuchar las declaraciones. El señor Almaraz había contestado todas las preguntas de una manera muy tranquila, pero cuando empezó a redactar su denuncia, casi gritaba para explicarse.

—¿Está seguro de eso?
—Por supuesto que sí. La madre de Cristina trabajaba en el canal Teve3 limpiando. Un día los productores de un programa necesitaba poner algo que llamara mucho la atención del público, para poder aumentar el rating del programa. Entonces se le ocurrió la idea de recrear en nuestro país, una historia similar a la película tan famosa, El Exorcista. Necesitaban a una chica joven de unos doce años y ahí es donde apareció Cristina.
—¿Cómo fue el acuerdo?
—Cristina se prestaría durante 3 meses a que le hagan grabaciones de la supuesta posesión, móviles, visitas, todo, todo estuvo planeado. Fue todo un gran montaje que la gente compró.
—¿Y usted cómo sabe todo eso?
—La propia Cristina me lo contó. El canal le pagó mucho dinero a la mamá de Cristina primero para prestarse a la farsa y luego para que se calle la boca.
—¿Hay alguna prueba de esto?
—Lamentablemente no. Justamente cuando se efectúa el pago, el canal decide destruir toda evidencia del montaje. Así todo parece real. Pero Cristina me cuenta cómo es que le hicieron hacer todos los efectos. Por ejemplo, lo que escupía era sopa de arvejas por un canito que le ponían. Hay un video, que es el más famoso donde Cristina grita “¡luften, luften!”. ¿Sabés qué es eso? La abuela de Cristina es alemana así que ella sabía palabras en ese idioma, lo que gritaba Cristina era lüften que significa “ventilador” en alemán.
—¿No tiene ninguna relación con Lucifer entonces ese mensaje?
—¡Qué va a tener! Los únicos demonios son los que inventaron todo esto. Mirá, pobre Cristina se cambió el nombre por culpa de eso. Ahora yo le digo Cristina pero en el barrio y en su trabajo se la conoce con otro nombre. En casa sí le digo Cristina, pero afuera no, no. Imaginate que quedó marcada para siempre, pobre.
—¿Y usted cómo se siente después de todo esto?
—¿Y cómo me voy a sentir? ¡Indignado me siento! No puede ser que por unos puntos de rating de más en el bolsillo un montón de gente se preste a crear estas paparruchadas para que el público se lo crea. La verdad me siento defraudado, pero a la vez hace que mire la tele siempre desconfiando de todo, así no me creo todo lo que pasan.
—Muchas gracias por la entrevista, señor Almaraz.
—De nada, pibe.

Cuando me levantó veo que en la tele del bar están anunciando una noticia de último momento. Veo que todos en el bar están mirando atentamente lo que dice el periodista en la pantalla. En cambio, Don Ludovico Almaraz, que está de espaldas a la caja boba, se prende otro cigarrillo, y con un lápiz se dedica al crucigrama de la última página.

Ahora entiendo porque no vio el partido el señor Ludovico.

Francisco Martínez, para el periódico Trompeta de Argentina

sábado, 16 de mayo de 2009

“Historias Asesinas para Matar el Tiempo” – Asesinato número 60

En los confines de la eternidad, oculto entre mitos y leyendas, Cronos descansaba entre el olvido y la desidia de ser un simple dios descartado y en el que ya nadie tenía fe, pero que aún así, tenía en sus manos a los humanos que vivían bajo su influencia. Pero hubo una ocasión, un instante en que el dios volteó su cabeza y cuando volteó, vio lo que menos lo esperaba: notó que los seres humanos se habían extinguido. Se levantó de su asiento sorprendido y vio al mundo apagado, frío. El alguna vez radiante sol estaba apagado y había reventado en miles de esquirlas de hielo que flotaban en alguna parte de lo que alguna vez se había llamado Sistema Solar.

El mundo lucía frío y sus capas azules se tornaron blancas y frías. Había vida en pequeños microorganismos anaeróbicos que luchaban contra el frío, pero que no necesitaban de luz para alimentarse. Estas pequeñas formas de vida luchaban unas contra otras para tomar el dominio que el animal inteligente llamado humano había tenido sobre esa bola de hielo que alguna vez se llamo Tierra, Earth, Erde, Terre, Terra, Aarde, Aka pacha, Zemlja y otras idiomas que Cronos ya no recordaba. Cronos sabía que se había acabado todo. Hasta el mismo, porque el tiempo ya no existía, porque no había seres humanos que tuvieran tiempo. Quien le había dado vida había sido la raza humana.

Sin raza humana a quien poner bajo su influencia, Cronos vagó por el Universo en busca de un nuevo mundo que necesitara al tiempo. Buscó en miles de planetas, de galaxias, en nuevas formas de vida de otros lugares, pero parece que ya nadie necesitaba del tiempo. Que él ya era inútil en el Universo. Entonces regresó abatido a donde alguna vez hubieron seres que le dieron la importancia de ser más importante que el mismo Dios supremo que los había creado. El dios del tiempo decidió a él recurrir, al ser que todo lo había creado, para pedirle una nueva misión en el Universo para poner fin a su inutilidad. El Dios supremo que era bondadoso y perfecto, entendió la situación del tiempo y le dijo que sólo había una solución.

Le dijo que la única salida era morir él también y que ahí encontraría a las almas de los humanos que ya no estaban en ese mundo y en ese Universo. Pero él no podía morir. Había nacido inmortal, porque él era quien se encargaba de matar a las cosas cuando el quería, en el instante en que su reloj quisiera. No podía elegir el momento de su propia muerte, no podía suicidarse.

Pero el Dios supremo le hizo ver su error. Porque existía la eternidad, que lo superaba a él. El tiempo no podía superar a la eternidad, porque la eternidad duraría para siempre y el tiempo no es eterno, porque si así fuera los humanos y el sol aún existirían en el Universo. Además, dijo el Dios supremo, los humanos se han jurado amor para toda la eternidad. Que ellos ya no estén físicamente en este Universo no quiere decir que no estén sus sentimientos. Muchos han jurado amor, amistad, promesas, odios y rivalidades por el resto de la eternidad. Tu tarea, tiempo, no sólo ha sido dominarlos, también ha sido darles la capacidad de tener algo más allá de cuando el tiempo se les termine.

Ahí Cronos comprendió que su destino también era la muerte. Los sentimientos de los seres humanos estaban todos guardados en un libro de páginas infinitas, todos aquellos sentimientos que prometieron eternidad, estaban entre las hojas de aquel libro. Esa sería su muerte, le dijo el Dios supremo y comenzó a leer las páginas de aquel libro. Entre las páginas encontró millones de historias de seres humanos que revivían en aquel momento en que el Dios supremo los evocaba con su divina lectura y que superaron la muerte que les dio Cronos.

Cada historia hablaba de eternidad, de superar las barreras del tiempo y de la vida como la conocían. Cada mención de infinitud fue degradando al pobre Cronos, quien de a poco se fue sumiendo en la agonía. Antes de morir, Cronos le preguntó al Dios supremo por qué le había dado esa tarea y ese destino final. El Dios supremo respondió que a él también le tocaba el destino del resto de los humanos ya que al pertenecer a su raza tendría que también tener su destino y merecido descanso. Entonces Cronos respondió que estaba feliz por el papel que le había sido dado y que le estaría eternamente agradecido por estar a su lado. El Dios supremo sonrió, terminó de leer una de las tantas historias asesinas y en ese último instante, el tiempo murió.

El Dios supremo anotó en su libro infinito que llamó “Las historias asesinas que mataron al tiempo”, la nueva historia de Cronos, agradecido eternamente por su nueva tarea. Satisfecho por lo que había hecho, el Dios supremo dejó la pluma en su escritorio y se puso a leer un capítulo al azar. Este contaba de la historia de unos seres que habitaron un planeta llamado Tierra. Y en aquel momento, leídos por la lengua divina del Dios, todos revivieron una vez más, el Tiempo, los seres humanos, el Sol, y el planeta en el que habitaban.

“Esta vez voy a hacer unos cambios en el argumento”, dijo.

Y empezó una vez más a leer su libro favorito.

jueves, 14 de mayo de 2009

59ª Historia Asesina - “Negación”

Me negás, lo sé. Sé que me negás a cada minuto, a cada segundo. Me negás como Pedro negó a Jesús tres veces antes de que cantara el gallo una o dos veces, eso no importa. Lo que importa es que me negás, cuando dentro tuyo, en el fondo, ahí donde sólo vos y dos o tres personas han llegado; sabés que en realidad creés en mí todavía y me tenés presente.

Esa máscara de la negación es tu miedo, tu temor a estar enamorado nuevamente. Por eso negás la existencia del amor, repulsás cada hecho o elemento que te haga recordar que yo aún existo.

Me negás, a mí, a el amor, que tanta felicidad te di cuando estuve cerca tuyo. Y ahora, por un pequeño error que cometí. Por una falencia, me negás, me recluís, me dejas tirado en el fondo de los cajones, pero vos sabés que ahí estoy latiendo, como un corazón delator. Pretendés ignorarme, pero podés oír los latidos que acusan mi presencia dentro tuyo.

Es cierto, sé que ese error te hizo sufrir mucho y pido disculpas. Dame una segunda chance, como este sentimiento desquiciado, ciego y modesto que soy. Estoy seguro que te haré feliz de vuelta, que sonreirás de par en par, que encontrarás una boca que besar, un ojos en que perderte, un cuerpo para desahogar la pulsión de la carne. Puedo darte eso y más. Te haré sentir capaz de mover montañas, aunque tu cuerpo no pueda jamás hacerlo. Te haré más paciente, más tolerante, quizás un poco más idiota, es cierto, pero serás un poco más feliz.

Dejá de negarme y te juro que haré todo eso y más. Te haré sentir el ser más feliz del mundo, y aunque eso sea imposible, te lo vas a creer de todas formas.

Liberame de acá, de esta negación. Yo, el amor, te haré feliz. Sólo dame una segunda oportunidad. Mejor dicho, date una segunda oportunidad de amar. Te lo ruego, no te decepcionarás.

De todas formas, aunque no quieras liberarme, verás que algún día yo sólo romperé las cadenas. En el momento en el que menos lo esperes, no habrán candados que puedan pararme y cuando te des cuenta, será demasiado tarde. Yo sólo te advierto, tené cuidado.

Simplemente, quiero hacerte las cosas, un poco más fácil. Nada más.

Ahora, queda el resto en vos. Fijate.

lunes, 4 de mayo de 2009

58ª Historia Asesina - “Los Pinos”

—Yo quiero tener mucha guita e irme de este barrio —decía Iván—. Acá no se puede progresar, es todo campo, pinos nomás hay. Y a vos Carlitos, ¿qué te gustaría tener?
—No sé. Una casa, un buen laburo, una esposa y una familia. Con eso me basta. Con eso sería feliz.
—Qué cursi —dijo Iván.
—Es un buen proyecto —dije—. Capaz que algún día todo esto crezca.
—Sí, puede ser. Bueno, muchachos, me voy a casa —dijo Carlitos.
Se puso la campera y todo transpirado después del picado de fútbol que jugaron se fue. Iván y yo nos lo quedamos mirando y también nos fuimos a casa. Fuimos los últimos en irnos de la cancha, porque nos había quedado a tomar algo después del partido en el que Carlitos había metido tres goles que nos dieron la victoria contra los del Barrio Los Manzanos.

—Che, ¿dónde vive Carlitos? —le pregunté a Iván.
—Ni idea la verdad.
—¿Nunca le preguntaste?
—Y… No, nunca le pregunté. Por el lado de Los Pinos, me dijo una vez, pero la verdad es que nunca fui a la casa ni nada.
—Entiendo.

Seguimos caminando y agarramos por la calle 5. Yo vivía a un par de cuadras de ahí por la calle 124 que la cortaba. Iván era mi vecino del frente. Cuando íbamos por la 5, pasamos por la casa de los Zurita y se escuchaba música desde adentro.

—Uh, si hay música en lo de los Zurita, quiere decir que hoy hay quilombo —dijo Iván sonriendo.

Era casi un hecho, como bien decía Iván. La casa de los Zurita era el lugar de encuentro de los jóvenes del barrio. Eran una familia pobre y muy numerosa. La dueña de casa, viuda y con doce hijos era una señora muy religiosa y cerrada. Sus hijos, jóvenes y rebeldes sin embargo les gustaba el jolgorio. Los fines de semana se armaban peñas en el gran terreno de junto que no pertenecía a nadie, o pertenecía a la municipalidad de Berazategui, pero nadie reclamaba nada.

Esa noche ahí estábamos todos. Carlitos apareció por ahí, cambiado de ropa, pero por alguna razón aún conservaba la transpiración del partido de la tarde. Sin embargo a él parecía no importarle y a el resto tampoco.

Sacamos a bailar a las chicas, al paso de las canciones de moda. Carlitos, con su personalidad carismática bailó con una de las hijas de doña Zurita, quien parecía muy interesado en él.

A las doce de la noche se apagó la música y las luces, y todos volvieron a casa. Me había quedado con la duda de dónde vivía Carlitos. Nunca había visto su casa, ni tampoco sabía si tenía familiares, alguien quien se ocupe de él. A la escuela no iba, y él decía que había hecho hasta 1º superior. Sé que trabajaba de asistente en un almacén y que a veces hacía changas de albañil cada tanto.

Pero nunca había visto su casa. Entonces cuando nos íbamos, lo encaré y le pregunté:

—Che, Carlitos, ¿vos dónde vivís?
—Por ahí —me dijo señalando un punto impreciso—. Cerca de Los Pinos.

Los pinos era una parte donde no había más que desolación y pinos, por supuesto. Había pocas cosas, es cierto. Pero más que nada no había nada, valga la redundancia. Por ahí era donde jugábamos al fútbol y les ganábamos a los del Barrio de Los Manzanos, que estaba cruzando la calle 7.

—¿Querés que te acompañe? —le dije, para tratar de sacarme la duda.
—¿Para qué? Si a vos te queda a contramano.
—No, digo, si no querías ir solo.
—¿Qué me va a pasar? Dejate de joder, Cacho.

Pegó la media vuelta y se fue, como medio indignado por mi proposición. Iván andaba por ahí y lo agarré de prepo. “Vení, seguime pero no hagas ruido”, le dije.

En esa época el barrio no tenía ningún tipo de alumbrado público. Entonces fue muy fácil seguirlo entre las penumbras. Yo creo también que él nunca hubiera pensado que lo íbamos a seguir. De todas formas, fuimos con mucho cuidado.

Llegó a donde estaban los pinos. Se acercó a uno y de una rama sacó un bolso donde llevaba cosas. Se quito el sacó y la camisa que tenía puesta y se puso otra ropa, un buzo, o algo que no pudimos diferenciar bien. Acomodó el bolso al lado del árbol, luego se hizo a un lado y se acostó.

Esa era su casa y su cama. Los pinos eran su lugar de refugio. Carlitos no tenía cama ni casa, y probablemente tampoco familia.

Le conté a mi viejo lo sucedido y enseguida lo fue a buscar al pinar. Le dijo a un totalmente sorprendido Carlitos que se levantara y que se venga con nosotros a dormir a una cama de verdad, a una casa de verdad. Sin musitar, se levantó y se vino a vivir con nosotros.

Ahí nos contó que su madre había venido de Entre Ríos a probar suerte. Pero luego se volvió a su provincia, pero él no fue porque no tenía para pagarle el pasaje. Entonces se quedó a vivir con su hermano que ya se había establecido en la zona. Pero su cuñada no quería que esté ahí y lo echó de la casa. Desde entonces había estado en el pinar y tratando de vivir como pudo.

Pobre Carlitos. Pero ahora lo veo tan apegado a sus hijos y a sus nietos. Al final se casó con la hija de doña Zurita. Se compró la casa, y tuvo su familia como quiso. Después de aquél tiempo que sufrió cuando joven que entiendo el por qué de ese cariño para con su familia. Supongo que no querrá que a ellos les falte el techo o las ganas de soñar. Aunque ahora que lo pienso, las ganas de soñar y de progresar, nunca le faltaron.

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Historias Asesinas para Matar el Tiempo by Félix Alejandro Lencinas is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial 2.5 Argentina License.