lunes, 30 de marzo de 2009

54ª Historia Asesina - Vacíos lluviosos (4º parte)

(3º parte aquí)

A la semana recibí la noticia de que Marina llegaba desde la costa Atlántica. Me había hecho amigo de ella vía Internet y descubrimos muchas cosas en común que nos unían. Antes de Silvina, ella fue una persona que me acompañó mucho a la distancia y que llegué a querer mucho. Después por temas de tiempos de ella y míos ya no coincidíamos en horarios de conexión y nos estábamos tanto en contacto. De vez en cuando la tecnología del SMS del teléfono celular nos tenía en contacto pero no era poco. También era verdad que cada uno tenía su vida normal, ella allá y yo acá. Pero siempre le seguí teniendo mucho aprecio. Era como la amiga que me hubiera gustado tener acá a dos cuadras y que todos los días podría ir a molestar y sería algo normal.

Y ahora, por primera vez, la iba a conocer en carne y hueso. Ella no era la primera persona que conocía frente a frente después de tener una pequeña relación por Internet. Ese ¿privilegio? lo había tenido mi ex novia. Pero conocer a Marina después de tanto tiempo charlando a la distancia me dio tantos nervios como si fuese la primera vez que me encontraba con alguien que nunca había visto antes frente a frente. Porque, claro, una cosa son las palabras que se tipean con el teclado, las que se dicen desenfadadamente tras la máscara de un nick o de un seudónimo. Pero siempre es más difícil decir las palabras con la boca. Aún no entiendo cuál es la razón de esto, pero aunque pensemos lo mismo que cuando escribíamos, aunque sepamos que lo tenemos que decir, decir las cosas oralmente siempre es más difícil por escrito. Por eso es que estaba nervioso, no sabía qué decir o qué no decir, qué hablar, qué diría.

Esa tarde me dijo que también iban a estar Nicolás, su mejor amigo y Lucas el mejor amigo del mejor amigo de Marina, a quien no conocía en aquel entonces por Internet ni por nada.

Ese día trabajaba así que sólo estuve un rato con ella. La verdad es que me costó hablar pero descubrí de todas formas a la Marina con la cual había compartido tantas tardes y noches de charlas virtuales. Y la quise tanto en su versión real como en su versión virtual que, bromeando, le dije que se quedara a vivir conmigo. No sé si ella hubiera aceptado pero me hubiera gustado de todas formas su respuesta afirmativa y que sea “esa amiga que vive acá nomás”.

Es raro que esté hablando sólo de mujeres en este cuento. Será que con ellas siempre me sentí más cómodo que con una varón. O quizás también tenga que ver que mi único amigo con el que me sentí cómodo se fue.

Cuando Marina se fue de vuelta a su hogar, sentí el mismo vacío de cuando virtualmente se había ido también por problemas que tenía ella. Recuerdo que nos estábamos conociendo y por algo que aúno no sé, había desaparecido de la vida virtual, supongo que para darle más énfasis a su vida real. La había extrañado bastante, como la extrañé esa tarde que se fue aunque sólo nos habíamos visto un par horas.

Esa misma sensación de vacío lluvioso de extrañar a alguien a quien querés mucho y que también sentí cuando se fue la segunda vez que vino y se fue; y también la vez que yo fui hasta Mar del Plata a verla unos días y me volví.

La lluvia siempre me frustró los planes. Me trajo enfermedades, me jodía en el laburo. Me hacía recordar el pasado. Me hacía el trabajo mucho más difícil y pesado. Pero lo peor fue cuando la lluvia se llevó a un ser muy querido una noche de lluvia en la ruta. Él se iba a visitar a su familia en Misiones. Me había invitado a ir, pero no quise ir porque justo me había peleado con él la tarde anterior. Ni siquiera había ido a despedirlo o a tratar de hacer las paces. Nada.

Esa tarde sentí el primer vacío lluvioso. Era un vacío inmenso, cuando llovía sentía mucha tristeza, un mal presentimiento o todo junto. Miraba por la ventana la lluvia que caía torrencialmente y no paraba.

Un par de horas después me enteré de la terrible noticia. Y yo por idiota no quise siquiera despedirme de él. Dijeron que fue por el piso resbaladizo producido por el agua de tormenta. Desde entonces me odié, pero más que nada odié a la lluvia que me recordaba a aquél momento.

El día que renuncié de Edesur fue un día liberador. Apenas renuncié, llamé a Marina que estaba allá en la lejanía para contarle la ¿buena? nueva. Yo me sentí liberado y mucho más cuando vi que al día siguiente llovió y no me importó un bledo.

De todas formas, nunca pude dejar de odiar a la lluvia. Sería porque cada vez que llovía alguien desaparecía. O simplemente no podía dejar de odiarme.

jueves, 26 de marzo de 2009

54ª Historia Asesina - Vacíos lluviosos (3º parte)

(2º parte aquí)

Las vueltas a casa fueron desde entonces con los hombros livianos y con las manos secas. Me dediqué desde entonces a mirar el horrible paisaje de la ribera, pasando luego por Lanús, Remedios de Escalada, Banfield, Lomas de Zamora, Temperley, Almirante Brown, Burzaco y mi hogar, Claypole. La vida me parecía una mierda y no había manera de convencerme sobre eso y menos en ese colectivo a la 1 de la madrugada. Después de ver tanta miseria en los trenes con niños chiquitos pidiendo o haciendo malabares para juntar plata que quién sabe a dónde iba a parar. Después de ver como hay gente que no tiene respeto por las otras y es capaz de matar por un asiento en un transporte público. Después de tener que mentirle a un montón de pobre gente sobre la reparación del servicio eléctrico que sabe Dios nomás cuando llegaría. ¿Cómo iba a pensar? ¿Iba a pensar positivamente, optimisticamente? No. Los días de lluvia eran una mierda. Los días de la facultad aburridos y soporíferos. La gente era una mierda. Los clientes unos hinchapelotas. Los supervisores una manga de pelotudos y algunos compañeros insoportables. ¿Cómo podía alguien pretender que yo viera el lado optimista de la vida?

Si bien yo discutí mil veces conmigo mismo sobre que sólo trabajaba cuatro horas mientras otros debían trabajar mucho más y en peores condiciones, para mí en aquel momento ese era el trabajo más insalubre del mundo. Hubiera preferido que me dieran un trabajo de limpiar mierda por mucha menos plata que seguir ahí. Y encima a Silvina la habían echado y me sentía solo y desorientado.

Pero bueno, me había hecho amigo de otros compañeros de trabajo también: Natalia, Antonella, Andrea, Paula, el Pollo, Julieta, Hernán, Darío. Cuando se podía, tomábamos mate con edulcorante en el trabajo. Decíamos delirios todo el tiempo, pero nos divertíamos mucho. La verdad que verlos todos los días formando un gran grupo me gustó mucho y era el único motivo positivo que encontraba al ir a trabajar. No fue la relación que tuve con Silvina, pero me llevé bien con ellos. Era como el grupito que teníamos en el colegio. Es más, salíamos juntos de vez en cuando a cenar después de trabajar e incluso fui varías veces aún después de haber renunciado. Era un lindo grupo ese que se había armado.

Mientras laburaba ahí, un día me gané un par de entradas para ir a ver una obra basada en cuentos del gran canaya Roberto Fontanarrosa. No sé aún por qué, pero como no tenía a nadie a quien invitar se me dio por llamar a mi ex novia. Habíamos empezado a hablar de nuevo, hace un tiempo y como un día nos habíamos visto por casualidad la invité a tomar un café. No era como cuando éramos novios y nunca había plata para nada y había que andar estirando el presupuesto. Esta vez invité yo y pagué todo yo. Hablamos bien, no como amigos, no como novios, sino como ex pareja. Es un tipo de relación rara, que se puede llevar bien o mal, pero nunca es “como amigos”. Imposible que sea así. Ya no la quería como antes, eso era cierto, pero de todas formas me era agradable estar con ella. Entonces, la invité a ir a esa obra y ella como dudando terminó aceptando. Yo sabía que en ese entonces, o me pareció, que ella andaba con alguien pero no se lo pregunté. Tampoco era que me interesara demasiado. Hasta creo que unos instantes antes de encontrarnos comencé a arrepentirme.

Miramos la obra y después terminamos comiendo en un McDonald's, como la primera vez que nos vimos. Aunque a diferencia de aquél entonces, ella sí comió y yo no era una bestia muerta de hambre que se devoró una hamburguesa cual animal cuadrúpedo.

Después caminamos hasta Parque Rivadavia, aquel lugar donde también nos habíamos visto por primera vez y nos sentamos en el pasto a hablar. Hablamos un poco de nosotros, pero poco, más hablamos de otras personas que conocíamos y que eran parte de nuestras vidas, que ahora iban en solitario. Sabía que un poquito la quería, pero ya no la necesitaba como antes. Ella tampoco a mí y tampoco me quería como antes. Estuvimos, sin embargo hasta muy tarde por las calles como cuando estábamos juntos. Y como aquellos entonces, la acompañé hasta la casa, la saludé, me tomé un colectivo hasta Constitución y nunca más la volví a ver frente a frente hasta ahora. Si bien ese vacío había aparecido cuando habíamos roto la relación, en mi corazón sentí un pequeño vacío que quedó cuando di la media vuelta en el umbral de su puerta. No porque la extrañaba, si no porque me era extraño como son los giros de la vida, como la gente entra y sale de tu vida, así como así, dejando nubes grises y una fina garúa que no te moja por completo, pero te molesta. Ahí fue cuando otra vez sentí precipitaciones en mí corazón.

(Última parte aquí)

martes, 24 de marzo de 2009

54ª Historia Asesina - Vacíos lluviosos (2º parte)

(1º parte aquí)

Había hecho muchos amigos en aquel tiempo, pero la persona con la que mejor me llevé era con la que menos cosas teníamos en común: Silvina. Silvina tenía cinco años más que yo y era una mujer petisita, de voz finita y tez oscura. Tenía un pelo lacio que apenas le tocaba los hombros, una nariz puntiaguda y unos ojos medio achinados. Como a veces se ponía en el pelo unos palitos, una de las chicas le decía “la chinita”. Y yo me reía siempre de eso, porque ella se enojaba. Yo la llamaba por el nombre, pero cuando ella me empezó a llamar “peque” por mi edad, yo la empecé a llamar “petisa” por su altura, mostrándole que los dos éramos chicos de alguna manera.

Silvina era de esas personas muy sociables y en esto éramos en lo que más diferíamos. Siempre fui de esas personas a la que le cuesta darse con los demás, siempre fui un introvertido, tímido al extremo de ser antisocial y de no hablar si no me hablan. Pero ella no. Ella iba a hablar con cualquiera que estuviera cerca, siempre con una sonrisa. Y esa sonrisa estaba siempre, si te decía algo bueno o algo malo, algo con saña y malicia o algo dulce y tierno. Su sonrisa era una constante.

Lo que nos llevó a unirnos fue, básicamente, que compartíamos transporte porque ambos vivíamos en Claypole. La conocí el día de la inducción al empleo en Edesur y desde entonces volvíamos siempre juntos, porque ella trabajaba dos horas más que yo y entonces entraba más temprano que yo por esa cantidad de tiempo. Y siempre volvíamos juntos, excepto los jueves que yo volvía solo porque ella tenía franco y los sábados ella iba sola, porque yo tenía franco. El domingo ninguno de los dos trabajaba.

Al principio hablábamos de tonterías, cosas bastante superficiales del laburo. Pero con el tiempo nos fuimos abriendo y le conté cosas que sólo le cuento a pocas personas que conozco. Empezamos a hablar de la vida, de la sociedad, le leí una vez un cuento de Borges en el medio del colectivo. O leíamos la revista Barcelona que yo compraba cada tanto. Otra noche compartimos auriculares escuchando a Sumo. A veces me cagaba a pedos como si fuera mi vieja por cosas que decía. Había noches en que nos convertíamos en filósofos. Y así, de a poco fuimos ahondando en otros temas, y ella también empezó a contarme varias cosas de su vida, pero otras quedan aún en el misterio. Tenía una hija, pero no estaba casada. Era madre soltera, y sólo por algunos comentarios que me hizo alguna vez, llegué a conjeturar que el padre estuvo preso y luego murió por alguna razón. Pero nunca me animé a preguntarle nada y a su hija la conocí mucho después cuando ya ninguno de los dos trabajaba en ese nefasto lugar.

Un día que viajábamos en el 79 de vuelta a casa se apoyó sobre mi hombro para echarse a dormir. Pero luego se quitó. Le pregunté por qué lo había hecho y me respondió porque no quería molestarme. Enseguida le dije que no me molestaba y por dentro sabía que me gustaba que ella “me usara de almohada” como le decía yo bromeando. Era una forma rara de cariño, porque a pesar de que parezca una tontería, uno no se apoya en el hombro de cualquiera para dormir un poco. Entonces le pasé mi brazo por sobre su cuello hasta tocarle el hombro con mi mano y la acerqué a mi propio hombro y se durmió.

Desde aquel día, ya no hubo que preguntar ni decir nada, cuando se acercaba yo la tomaba y ella se dormía sobre mi hombro. Un día, no sé por qué, me tomó la mano. De a tantos me la acariciaba. Y a veces sus manos sudaban. Pero a mí no me importaba. Me gustaba que me tomase la mano. Obviamente que todo esto no pasaba desapercibido, pero yo intentaba no darle mucha relevancia. Pero si algo era seguro era que a Silvina yo la quería. Era un vínculo especial que no llevaba con nadie hace mucho tiempo. Era mi amiga, mi mejor amiga de aquél entonces.

Llegué a sentir algo de amor por ella, pero era platónico más que nada. Después de tener la cabeza cansada por tanto grito al oído era lindo tener alguien con quien por compartir el camino de regreso y descansar. Un día recuerdo que discutió fuertemente por quién era su ¿novio, amante? en aquel entonces por teléfono celular. Cuando subimos al colectivo, terminó llorando y yo como pude la consolé. Ese día me agarró muy fuerte la mano y yo la abracé todo lo que pude. Traté de darle ánimos vacíos, que sabía que no iban a funcionar, porque por experiencia propia lo sé que en esas situaciones, no funcionan; por más que uno esté diciendo una verdad universal matemáticamente comprobada.

Un día llegué al edificio donde trabajábamos y no la encontré donde solía estar. Ese día era el último según el contrato que habíamos firmado y a ella no se lo habían renovado. Y a mí sí. Con un vacío en el pecho me senté nuevamente a recibir quejas. Un vacío amargo y gris, como si lloviera dentro mío apareció durante esa noche y los subsiguientes días.

(3º parte aquí)

domingo, 22 de marzo de 2009

54ª Historia Asesina - Vacíos lluviosos (1º parte)

“Por ese tiempo también confirmé una teoría totalmente negativa con respecto a la gente que desaparece de mi vida por arte de magia o por exceso de realidad.”

Exceso de realidades, Sabryna Cortéz

Odio la lluvia. Es gris, moja, embarra, arruina. Saber que va a llover me produce un sentimiento de asco al ver el cielo. Quizás para un productor rural sea buena una buena garúa en un momento de sequía pero para mí es mala. La odio, la detesto. Odio el gris, odio la humedad, odio el olor a tierra mojada que tantos otros aman. Los truenos de chico me asustaban, y de grande me molestan todavía. Por más que fuera productor rural y esté en época de sequía, creo que la odiaría de todas formas.

—Edesur, buenas noches.

Otro cliente más preocupado por la falta de luz. Y claro, pagaban la cuenta religiosamente todos los meses o bimestres, pero la energía eléctrica no estaba en sus enchufes. O estaba pero con menos de doscientos veinte voltios. Y mi trabajo era ¿ayudarles? a resolver su problema.

—Mirá, lo que pasa es que tengo un nene chiquito, y no puedo estar sin luz.
—Comprendo señora. Desde acá vamos a hacer todo lo posible para que el servicio esté restablecido a la brevedad.
—Por favor te lo pido.
—Vamos a hacer todo lo que podamos.
—Bueno, muchas gracias, muy amable.
—Gracias por comunicarse con Edesur. Que tenga buenas noches.

Seguramente la persona que cortaba no iba a pasar muy buenas noches que digamos. Pero a mí no me importaba. Simplemente deseaba que compren el argumento barato que me obligaban a decir por seiscientos pesos al mes durante cuatro horas al día, cinco días a la semana. Y que no volvieran a llamar al horario en el que habíamos prometido que los empleados les volvieran a dar el servicio. Porque al segundo llamado, no iba a ser tan fácil que compren los argumentos baratos. Además, la verdad era que mi paciencia se iba drenando a través de cada una de las cuatro horas que estaba sentado enviando reclamos al supuesto despachante de la guardia. Un tipo que seguramente sólo se encargaba de hacer unos clics y luego se ponía a mirar películas por Internet, porque claro, él sí tenía luz.

Yo, no quería ni luz, ni mirar películas. Yo sólo quería que al terminar la llamada, el conmutador no anunciara una cola de llamada de cien clientes en espera trinando por la falta de luz y encima también porque no los atendíamos enseguida. También quería irme a casa y que el tiempo pase rápido, muy rápido.

Él día que me llamaron para la entrevista de trabajo yo me estaba por ir a mi clase de Inglés. El teléfono sonó y una empleada de recursos humanos de la empresa contratista de Edesur que se encargaba del centro de llamados (“call center”, pero odio llamar a las cosas en inglés cuando hablo en castellano) me dijo que tenía una entrevista el martes siguiente en la oficina de la calle Venezuela y bla bla. Estaba feliz, ese iba a ser mi primer empleo. Iba a ganar mi propio dinero y lo iba a poder gastar cuando y donde quisiera. Lo que a mí se me cante.

Cómo será eso que cuando cobré por primera vez, apenas me enteré que tocaban Catupecu Machu y Andrés Calamaro en un recital fui a comprar la entrada. Tocaban días distintos en el festival así que me compré las dos entradas para las dos fechas. Y mis francos eran los fines de semana, y los recitales también así que no había problemas.

“No había” hasta el día en que al señor Supervisor se le dio por cambiar los francos y me cagó. Bueno, no tanto, un día pedí un médico que nunca llegó y el otro un día de estudio en el que lo que menos hice fue estudiar y terminé en la peor pizzería de la Avenida Libertador con Patricio, Romina y Gabriela. Qué gracioso fue el momento en el que me di cuenta que los tres tienen nombres relacionados con mi familia. Patricio es el masculino de Patricia, mi madre, y además como se llamó mi hermanito que vivió sólo unos pocos días. Romina y Gabriela son el primer y segundo nombre respectivamente de mi hermana del medio.

La cosa es que al día siguiente realmente tenía un parcial en la facultad y había estudiado muy poco. Luego lo lamentaría bastante.

El viaje hasta Congreso, donde estaba la sede central de Edesur era muy dinámico, digámoslo de cierta forma. Viajaba a la Capital desde mi casa en Zona Sur, pero a las 6 de la tarde, es decir, en contramano. Los colectivos estaban vacíos, los trenes estaban vacíos, los subtes estaban vacíos; mientras que del otro lado, los mismos transportes estaban abarrotados de gente que volvían agotados a sus casas, esquivando vidas.

Al principio me gustaba mi trabajo. No era demasiado complicado. Quizás también porque no era temporada alta de cortes de energía. Quizás porque no llovía, era la estación seca. Aún recuerdo el día en el que una compañera de trabajo me contó cómo afectaba el clima al trabajo. Días de lluvia y tormentosos provocaban más problemas en las redes lo cual da igual a muchas más llamadas. Desde entonces empecé a odiar aún más a los días de lluvia. El clima me afectaba mucho el humor. Porque si llovía, ya sabía qué problemas habría más tarde a la hora del trabajo. El trabajo se me hacía algo muy displacentero, tener que aguantar a gente de mal humor, mal predispuesta, que te insultaba, que te trataba de dueño del total de las acciones de la empresa cuando en realidad eras un don nadie que cobraba seiscientos pesos para no ya solucionar problemas, sino que mentirle a la gente.

El día en el que mi paciencia se colmó e insulté a un cliente a riesgo de perder el empleo, fue cuando el imbécil con el que hablaba dijo que “vos sos alguien que cobra dos mil pesos para mentirnos a nosotros los clientes”. “Ojalá cobrara dos mil pesos”, le dije. “Bueh, a mi me chupa la pija lo que cobres vos, y Edesur y todos los putos que trabajan ahí”. “¿Ah, sí?”, le contesté, “A mí también me chupa la pija”. Y le corté, sin darle oportunidad de réplica.

A los dos días renuncié.

(2º parte aquí)

jueves, 5 de marzo de 2009

53ª Historia Asesina - “Saltar”

—Adelante. ¿Estás listo?
—Estoy un poco nervioso, pero sí, estoy listo.
—Bien, vamos entonces.

“Al saltar los pies abandonan el aire momentáneamente”, me decía mientras agitaba las manos en un ademán por demostrarme lo bello del momento, cuando me contaba por enésima vez la misma parábola. “Es un momento de vuelo demasiado efímero para poder dar más precisiones. Podemos hablar de caídas quizás, porque ellas son más frecuentes y uno las recuerda mucho más. Quizás es un mecanismo estúpido que tenemos los seres humanos, que algunos le damos más relevancia a hechos tristes y dolorosos que a los momentos buenos de la vida.”

Todavía recuerdo sus palabras y las veces que me contó su manera de pensar. “Por eso cuando uno salta, recuerda más el momento en el que aterriza que en el momento en el que vuela. Intentando burlar esta barrera que nos autoimponemos, los que practican deportes extremos que tienen que ver con saltar, por ejemplo, desde un avión a miles de pies en el cielo con un paracaídas; disfrutan mucho más el salto y la adrenalina de sentirse volar. El paracaídas es sólo la precaución para poder volver a volar en otra ocasión”, decía y sus ojos se llenaban de brillo.

Su espíritu era el de las personas que saltaban y volaban. Salticar para él, sería como volar muy bajito tanteando apenas el suelo. Él era de esas personas que tenían ese ímpetu y esas ganas, no de saltar, sino de volar.

“Esas personas”, decía, “disfrutan el volar y el paracaídas sirve para volver a volar. Pero si no existirían los paracaídas y tendrían que saltar, lo harían igual, porque les importa volar, no el aterrizaje. Si para ellos, hay que volar y luego morir, entonces, ellos lo harán, saltarán, no, perdón, volarán, volarán hasta el final”.

Hasta su último momento, el tío nunca dejó de repetir aquellas palabras. De chico escuché sus historias y mis hijos también las escucharon.

El día en que me enteré que murió, no sé por qué, miré al cielo. No porque sea creyente, sino porque el cielo me lo recordaba mucho. Qué hijo de puta, así nomás se fue, siendo fiel a sus convicciones, duras como la tempestad. Se fue alto, muy alto y volando hace rato.

—¿Estás listo o no? Mirá que si no estás listo, volvemos —decía el instructor.

Ya había puesto la guita, ya estaba ahí. Tenía que saltar. Supongo, que en su honor, tendré que superar el miedo a las alturas. Además, él decía que tenía que pensar en el vuelo, no en el aterrizaje. “Lo importante es querer volar, una vez que lo hagas, todo lo demás será una fruslería. Nunca hay que tener miedo a volar. Miedo hay que tener de no querer hacerlo”.

—No, dale, dale. Vamos.

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Historias Asesinas para Matar el Tiempo by Félix Alejandro Lencinas is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial 2.5 Argentina License.