viernes, 20 de junio de 2008

43ª Historia Asesina - Emperatriz de la oscuridad (1ª parte)

Se llamaba Soledad y estaba sola
como un puerto maltratado por las olas,
coleccionaba mariposas tristes,
direcciones de calles que no existen.

Pero tuvo el antojo de jugar
a hacer conmigo una excepción
y, primero, nos fuimos a bailar
y, en mitad de un "te quiero" me olvidó.

"Más guapa que cualquiera" - Joaquín Sabina y Fito Páez

Ella nació una tarde de otoño. Por eso dicen que cayó bella y dorada como las hojas. Vivía en un mundo de fantasías y tinieblas, del que no quería salir. Ese mundo de fantasías siempre había sido oscuro y macabro, lleno de gente a la que no se le puede ver la cara y a la que no se le puede sentir la respiración, por uno no sabe si están vivos o muertos, si existen o no, si dicen falacias o grandes verdades de la vida. E igual ni siquiera le importaba nada de todo eso. Ella amaba su mundo.

Por momentos, regresaba al mundo real. Y no sola. A veces se traía alguna de las artimañas del su mundo fantástico. A veces, las artimañas daban miedo, otras risa, otras lástima, pero llegaban a ser agradables, sin embargo. Es recordado por todos, en su mundo y en el real, aquel momento en que trajo un monstruo gigante, el doble de tamaño que ella y que se veñia muy amenazante, pero que ella cuidó con recelo hasta el momento en que él, repentinamente, escapó. Nunca se supo por qué escapó, pero lo que sí se supo es que ella quería a ese monstruo. Entonces al enterarse, furiosa y ocultando su tristeza mediante esa actitud, regresó al mundo de fantasías y tinieblas. Cuando regresó, estaba tan furiosa que sus cabellos de otoño cálido se tornaron oscuros y fríos.

Y entonces pasó el tiempo. Y su furia fue desatada en aquel mundo, donde regresó encarnada como la emperatriz y tirana más temible. Destruía todo lo que podía, recuerdos, sentimientos, imágenes, sensaciones y aromas, y cuando terminaba de destruir todo, lloraba lentamente en silencio para que sus súbditos no la vieran débil por su condición de mujer y emperatriz. Y desde ese momento, siempre algún súbdito de su mundo quería ayudar reconstruir todo lo arrasado. Pero ella se enfurecía más, y ante cada intento, ella volvía a acabar con todo. Con el tiempo y progresivamente esto siguió siendo así, entonces ellos se cansaban y renunciaban a esa labor. Otros mientras tanto, habían sido envíados a buscar a su monstruo gigante en el mundo real. Pero perdían sus vidas en el intento. El mundo real era muy distinto al de fantasía y enseguida eran derrotados por el escepticismo de este. No había lugar para fantasías y seres fantásticos

Un día, otro de los súbditos que había llegado a reconstruir el desastre empezó a hacer su labor. Lentamente empezó por recolectar los cimientos. Y ella, la emperatriz, empezó a enervarse como de costumbre. Entonces, con su magia deshizo todo el orden y lo reconvirtió en caos. El súbdito la miró. Y ella creyó que como los demás, se rendiría y renunciaría y lo dejaría en paz. Es más, ya lo había planeado, cuando este súbdito se fuera, prohibiría la entrada de todos los súbditos a su territorio para que desistieran de la idea de reparar los desastres.

Pero no. El súbdito sólo la miró con mala cara y ella se enojó más. Pero él arregló nuevamente y con mucha paciencia cada rincón y quitó el polvo de cada resquicio. Ella se enojó y una vez deshizo todo el orden. Espero que esta vez el súbdito se vaya, pero no no logró. Simplemente, comenzó juntar cada pedazo del desastre una vez.
—¡Tú! ¿Por qué haces esto? —le gritó ella.
—El caos se debe convertir en orden. Usted no debe vivir entre tanta mugre.
—¿Y quién es usted para decidir cómo debo vivir? ¡Soy tu emperatriz!
—Usted sólo es alguien que está triste. Yo la entiendo, y quiero ayudar.

Era la primera vez que alguien le daba un argumento. Es más, era la primera vez en mucho tiempo que alguien le dirigía la palabra. Y se quedó sorprendida. Tanto, que sólo atinó a sentarse en su trono y mirar lo que hacía el súbdito. Él, con una paciencia infinita, se dispuso a arreglar cada rincón de ese lugar. Ella lo miró compasivamente, y entonces sintió culpa de estar sólo mirando y se levantó a ayudar.
—No, pero quédese tranquila, yo arregló esto —dijo él.
—Claro que no. Es mi desastre, por ende, yo ayudaré.
—Como usted diga.

Ella lo miró y trabajó codo a codo con él. Incluso cuando se equivocaba y accidentalmente tiraba algo al suelo y empeoraba en panorama, él sólo sonreía y continuaba, sin reprocharle absolutamente nada. Ella descubría a cada momento y un alma pura y sincera frente a sus ojos. Era esta una luz que ella nunca había visto. En ese mundo, las luces no eran más que un mero elemento abstracto muy lejano.

—Permiso, yo levanto eso —le dijo él ante un recuerdo enterrado en el suelo, que iba a levantar.
—¡No!
—¿No qué?
—Déjalo ahí.
—¿Acaso no quería ordenar este desastre? Hay que levantar cada fragmento de sentimiento y recuerdo que hay en el suelo.
—Pero no. Además este recuerdo no es mío. Bueno, sí, es mío. Pero no lo creé yo.
—¿Lo creo su...?
—Sí. Él.
—Pero no cree que...
—No. Déjalo ahí. Quiero conservarlo.
—Como usted diga.

Entonces, en el gran carro que el súbdito llevaba puso el último recuerdo en desorden y se retiró lentamente hacia la puerta.
—¿A dónde vas?
—A tirar todo esto. Ya no sirve.
—¿Cómo te llamás?
—¿Importa realmente eso?
—¿Al menos vas a regresar?
—Si me necesita, ahí estaré.

Y entonces ella lo vio irse, llevándose todos sus viejos recuerdos en ese carro. Se había convertido en un cartonero de sus recuerdos. Ella se sentó y miró al cielo oscuro.
—Bien, va a llover de nuevo —dijo feliz y enseguida miró al recuerdo que no había querido tirar. Era pequeño, como una huella. Pero era una huella profunda, hecha con una verdadera intención de marcar algo. Recordó el momento en el que su pequeño monstruo la hizo, cuando apenas era una bestia menor. Lo extrañaba demasiado.

—Va a llover, su majestad. ¿No cree conveniente que se ponga bajo techo? —dijo el súbdito al regresar.
—No, no lo creo. Me gusta la lluvia y quiero que me moje.
—Como usted diga.

Las gotas empezaron a caer lentamente. Y ella empezó a sentir el agua helada en su cuerpo, que la mojaba. El súbdito estaba parado ahí como una estatua, mirando fijamente a su emperatriz, como cuidando de ella. Ella estaba bailoteando entre los charchos de agua que se formaban, y enseguida notó como él la miraba.
—Vení, si vas a mojarte ahí parado, mejor mójate conmigo al menos. Hazme compañía.
—De acuerdo.
Entonces se acercó a ella y se paró junto.
—Vamos, baila conmigo.
—No puedo hacerlo si no hay música.
—Imagínala. Ven, yo te ayudaré —le dijo ella y lo tomó de las manos.
Entonces él se sumó a su danza con música ficticia, con un poco de pudor. Hasta que ella lo alentó un poco más y se soltó y bailó junto con ella como lo más natural del mundo. Ella estaba sonriendo después de tanto tiempo y era feliz, como antes. Su enojo había desaparecido totalmente.

En el medio del movimiento, ella se vio en el reflejo que agua dejaba sobre suelo. Y de repente vio que uno de sus mechones negros, nuevamente recobraba su color dorado-otoñal.
Y él seguía bailando como sí nada.

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Historias Asesinas para Matar el Tiempo by Félix Alejandro Lencinas is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial 2.5 Argentina License.