sábado, 13 de junio de 2009

63ª Historia Asesina - “Día y noche”

Escribía por las noches porque era la hora de la tranquilidad. El chirrido de la silla era más poderoso. El tic-tac del reloj parecía una pequeña canción que sonaba solo cuando el sol se ponía y la gente se iba a la cama. Las teclas eran toda una batucada que despertaría a cualquier animal de su hibernación invernal. Hasta parpadear parecía que era más ruidoso. El gato acostado sobre su cama hacía ruido cuando se estiraba para cambiar su posición y seguir durmiendo. Por fuera, el ladrido de los perros desesperaba a algunos. El ruido de un auto parecía sonar como si una guerra estaría ocurriendo ahí afuera. La oscuridad disminuía la visión, pero aumentaba el sentido de la audición.

De noche se notaba más la soledad. Estaba más frío, pero a la vez más triste. Se daba cuenta de su pequeñez y su infinidad, de que todo carecía de sentido, a pesar de que al otro día olvidaría todo eso e insultaría a los cuatro vientos el haber quedarse dormido por quedarse escribiendo filosofía barata en un blog que a nadie realmente le importaba. Había recordado que se le escaparon un par de lágrimas al pensar en el miedo a la muerte, a la muerte de sus seres queridos, y después, yendo a más extremo de los extremos, en el fin del mundo y de la raza humana. Al día siguiente, después de un sueño reparador, se sintió un estúpido por haber llorado la noche anterior. No tenía que haberlo hecho, lo que pasaba era que estaba muy sensible.

De día se contradecía. Ignoraba a todo el mundo y pretendía que no había nada más importante que trabajar para ganarse su sueldo, pagar las cuotas que le faltaban para terminar de pagar el auto y estirar a fin de mes. Puteaba cuando oía hablar de la presidente o de alguno de los miembros de su séquito. Se indignaba al enterarse de que alguien había sido asesinado por un pancho y una coca. Sabía que en ese país no se podía vivir y que estaba lleno de pobres y de vagos que no querían laburar y que por eso estaban donde estaban. El gato le rompía las bolas, le pedía de comer y quería que le acaricie el lomo, y para ello se subía a su regazo, aunque él enseguida lo echaba. Tenía muchos amigos en su trabajo, y los jueves siempre se juntaban para ir a jugar a la pelota en la canchita del gimnasio que estaba en la calle San Martín, ahí nomás de la peatonal Florida. Después tomaban algo y organizaban asados que nunca se concretaban. Pero había amigos y mucha camaradería.

Pero la noche lo cambiaba. Cuando volvía en el Sarmiento a casa, se compadecía de los pibes que pedían monedas y les tiraba unos mangos. Se había amigado con cartonero que viajaba en el tren de las 23:25 con él y a veces le compraba un pancho y una coca, como para ayudarlo. Se sentía solo cuando llegaba a casa. Pensaba en ella, en ese amor imposible, y se ponía a escribirle poemas y cuentos de amor con faltas de ortografía y de gramática. Se acostaba tarde y el gato le hacía compañía en la cama. Él lo acariciaba, mientras el felino ronroneaba y entonces hasta le daba besos en la cabeza. A veces de tan triste que estaba lloraba un poco por las noches, pero después se le pasaba.

El día lo convertía en una cosa. Y la noche en otra. Una noche se preguntó quién era él de los dos, pero no se supo responder. De día no tenía tiempo para esos interrogantes, ni para escuchar al reloj, a la silla que rechinaba o a las teclas del teclado. No tenía tiempo para nada, pero de noche el tiempo no existía para él. Tan poco tiempo tenía que no sabía si era feliz o no haciendo lo que hacía. Y de noche se daba cuenta de que no era feliz para nada.

Una noche, cuando volvía a casa, le preguntó a su amigo el cartonero si el era feliz. El cartonero no le supo responder, pero sí le dijo que preferiría mil veces estar en el lugar que estaba él, que hacer lo que hacía.

En una ocasión, le tocó hacer turno noche en el trabajo. Viajo sintiéndose raro a las seis de la tarde, y cuando llegó al trabajo, era él, el de la noche. Sus compañeros lo notaron raro, inusual, porque no eran aquel que habían conocido. Este era más blando, más flexibles y mucho más callado. Si por algo era conocido, era por ser un charlatán y tener millones de anécdotas, aunque de ese millón, quinientas mil eran totalmente falsas. Recordó a su amor imposible, una mujer que vivía en los alrededores, pero que un día se fue a vivir al mar y que nunca regresaría. Tanto tiempo perdió recordando que hizo mal su trabajo y su jefe se calentó con él, lo cagó a puteadas y estuvo a punto de echarlo, pero se contuvo. Él se sintió más solo que nunca que cuando volvió a casa para descansar, en su lugar, se suicidó o lo mataron.

A la mañana siguiente, ya había olvidado todo vestigio de sentimentalismo. Abrió la carpeta donde guardaba los escritos que se dedicaba a publicar en su ignoto blog y eliminó todo, incluso al blog. Regaló al gato a una sobrina suya. Tiró el reloj a la basura y se compró uno digital totalmente silencioso.

Se convirtió sólo en día. En un empleado eficiente, soltero, incapaz de sentir amor alguno. Las noches solo eran para dormir. Apenas veía un rayo de luz, se despertaba, y cuando ya no había luz natural se dormía. Era un vampiro a la inversa. No podía soportar la luz negra de la noche. Olvidó cómo era la luna y las estrellas y nunca más apretó una tecla para otra cosa que no sea la planilla de llegada a trabajar. Y así, poco a poco, se dejó absorber por la vida cotidiana.

Se había convertido en un simple robot que hacía lo que le pedían. Enseguida pudo terminar de pagar el auto, lo vendió y se compró uno nuevo en más cuotas. Hacía más horas extras para ganar más dinero. Su amor imposible se casó con otro y se separó. Pero no le importó para nada.

Cuando se dio cuenta, ya todo se le había ido de las manos. Un chirrido le atravesaba la cabeza de sólo pensar qué había sido de su vida. El chirrido se hacía más potente, lo aturdía más hasta que de un sobresalto me levanté y vi que todo era un sueño. Que en realidad estaba escribiendo algo y me quedé dormido sobre el teclado. Que aun era yo, que el gato aún estaba conmigo, que aun seguía queriendo a esa mujer que vivía en el mar. Que el reloj aún hacía ruido y que yo nunca había tenido un trabajo o me había comprado un auto. Tenía doce años, todo había sido un horrible sueño que demostraba que yo tenía miedo de crecer. Hoy a los diecinueve volví a tener ese mismo sueño, la horrible fantasía de crecer, de meterme en este mundo gigante, injusto, imposible y peligroso.

Pero ya no tengo doce años. Aunque, el miedo de crecer siempre está latiendo. Y el miedo al día también.

1 ya han matado el tiempo:

Anónimo dijo...

JJAJJAAJAJAJA


PENSAMOS ====


MAL PLAN


Y YO CON SIDROME KAFKIANO

BUEN ESCRITO BRO


DESDE GUADALAJARA JALSISCO MEXICO

TE DOY

LAS GRACIAS

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Historias Asesinas para Matar el Tiempo by Félix Alejandro Lencinas is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial 2.5 Argentina License.